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España y el Holocausto, por fin

Según acuerdo adoptado por el Consejo de Ministros el pasado 10 de diciembre, el Gobierno español ha decidido instituir la fecha del 27 de enero como Día Oficial de la Memoria del Holocausto y la Prevención de los Crímenes contra la Humanidad. Si tenemos en cuenta que, este año, se cumplen seis décadas desde la liberación de los campos de exterminio nazis y el descubrimiento del alcance efectivo de la Solución Final hitleriana, parece razonable interrogarse sobre el porqué de tan larga demora en incorporar el recuerdo de la Shoah a nuestra memoria colectiva e institucionalizada.

Afirmar que los españoles vivieron por largo tiempo de espaldas a la crucial realidad histórica del Holocausto sería sin duda exagerado, pero no falso. Las razones de esta anomalía en comparación con nuestro contexto europeo son, ante todo, históricas: España no fue beligerante en la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, no tuvo una experiencia directa, vivencial, del antisemitismo nazi y de su espiral exterminadora. Dicho con la frialdad de las cifras: Yad Vashem, la institución pública israelí que conserva la memoria de la Shoah, había otorgado hasta el 1 de enero pasado el título de Justo entre las Naciones -en hebreo, hasidi umot haolam- a 20.757 gentiles que protegieron y salvaron a judíos durante la guerra; esa cantidad incluye a casi 6.000 polacos, a 4.600 holandeses, a 2.500 franceses... Pues bien, sólo tres de los galardonados con tal distinción son ciudadanos españoles. Se trata del encargado de negocios de España en Budapest en 1944, Ángel Sanz-Briz, del agregado agrícola en Berlín entre 1942 y 1944, José Ruiz Santaella, y de su esposa, Carmen.

Ciertamente, hubo otros diplomáticos españoles que, en aquellos tiempos oscuros para Europa y aciagos para la condición humana, dignificaron su profesión y procuraron socorrer o amparar a los judíos perseguidos, a menudo saltando por encima de las cautas instrucciones de Madrid. Es el caso de los representantes de España en Sofía (Julio Palencia), en Atenas (Sebastián Romero Radigales) o en Bucarest (José de Rojas, conde de Casa Rojas), del predecesor de Sanz-Briz en Budapest, Miguel Ángel Muguiro, o del cónsul general en París, Bernardo Rolland.

Después de 1945, cuando su régimen se veía condenado por la ONU y aislado internacionalmente, Franco trató de apropiarse la labor humanitaria de los diplomáticos citados, de convertirla en lo que no fue -una política de Estado- y de proyectar hacia el exterior, sobre todo hacia los Estados Unidos, una imagen de sí mismo como "salvador de judíos". De puertas adentro, sin embargo, la dictadura prefirió la discreción a la propaganda. Para realzar la tarea protectora de sus diplomáticos en la Europa Oriental, el monopolio informativo franquista hubiese tenido que mostrar toda la magnitud de los crímenes del Tercer Reich, y ése era un lujo que no podía permitirse. ¿Cómo iba a hacerlo, mientras el padrinazgo de Hitler a Franco durante la Guerra Civil era aún tan reciente? ¿Cómo, si en el mismo vértice del régimen se hallaba un Agustín Muñoz Grandes, combatiente en Rusia bajo uniforme de la Wehrmacht y a las órdenes del Führer? No, el mismo sistema que había aprobado el asesinato en Mauthausen de miles de republicanos españoles -reducidos a la condición de apátridas- no podía tener mucho interés en explicar a sus ciudadanos qué significaban Auschwitz o Treblinka. Por consiguiente, la recepción del Holocausto en la España franquista de los años cuarenta y cincuenta se hizo de puntillas, de manera vergonzante, como un suceso ajeno y remoto, sin ningún análisis sobre las raíces ideológicas y morales del genocidio antijudío.

La segunda explicación para la lejanía cultural y emocional de la opinión española respecto del Holocausto es de naturaleza socio-demográfica: hasta fechas recientes, el peso de los judíos y de lo judío en la España contemporánea ha sido insignificante. Cuando, en 1791, la Asamblea Nacional francesa concedió a los 40.000 judíos del reino la plenitud de la ciudadanía, a este lado de los Pirineos no había ni un solo hebreo confeso, y seguía vigente la expulsión de 1492. Una centuria después, en los convulsos días del caso Dreyfus, los judíos de Francia ya sumaban 80.000, mientras aquí eran unos pocos cientos. Hacia 1936, el judaísmo francés reunía a unos trescientos mil individuos, y el español, a cuatro o cinco millares. Hoy, la comunidad hebrea en el país vecino supera las 600.000 personas; en el nuestro, los cálculos más generosos hablan de 40.000.

Pero las diferencias no son sólo cuantitativas, sino también cualitativas. Como consecuencia de la temprana emancipación, en Francia hubo abogados y periodistas, ministros y generales judíos desde mediados del siglo XIX, y la topografía ideológica e intelectual del siglo XX francés se forjó alrededor de la cuestión judía, en la batalla por la inocencia del capitán Dreyfus; después, la República ha conocido tres jefes de Gobierno judíos: el socialista Léon Blum (1936-1937), el radical-socialista Pierre Mendès-France (1954-1955) y el socialista Laurent Fabius (1984- 1986). En ese contexto, la huella de los 80.000 hebreos capturados en territorio francés y asesinados por los nazis, o el relieve público de figuras que, como la ex ministra y eurodiputada Simone Veil, llevan aún tatuado en el antebrazo el número de Bergen-Belsen, alimentan entre nuestros vecinos del norte el recuerdo de la catástrofe, les espolean a combatir el negacionismo y les mantienen muy alerta ante cualquier nuevo brote de judeofobia. Tal y como informó EL PAÍS el pasado día 10, esta misma semana se inaugura en París lo que va a ser el mayor centro de Europa consagrado a la conmemoración y el estudio del Holocausto.

Nada que ver con lo sucedido aquí hasta hoy. Además de pocos, los judíos establecidos en España durante las últimas décadas proceden sobre todo de Marruecos y de Argentina y, en consecuencia, carecen de una experiencia directa de la Shoah. Por otra parte, apenas existe en castellano esa literatura del Holocausto que sí poseen casi todas las demás culturas europeas: un Primo Levi,un Elie Wiesel, un Imre Kertész, un Aharon Appelfeld... El tardío establecimiento de relaciones con Israel, y la burda creencia de que rememorar el genocidio suponía dar patente de corso a uno de los bandos en el conflicto del Próximo Oriente, son factores que también han contribuido a alimentar la amnesia, la indiferencia o algo peor: durante los últimos dos años, la placa conmemorativa del Holocausto en el cementerio barcelonés de Montjuïc ha sido profanada o destruida hasta cuatro veces.

Con tales antecedentes, la decisión del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero de convertir el 27 de enero en fecha para el recuerdo institucional y público de la Shoah, su propósito de acoger en Córdoba, a fines de este año, la próxima asamblea de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) contra el antisemitismo, no pueden merecer más que aplausos. Sobre todo si, además de los actos oficiales, el Ejecutivo promueve a este respecto un esfuerzo sostenido e inteligente de pedagogía social (los viejos republicanos de la benemérita Amical de Mauthausen llevan lustros haciéndolo por su cuenta). Una labor pedagógica en los centros escolares, entre el tejido asociativo, a través de los medios públicos de comunicación, que difunda a la vez la unicidad del Holocausto y su carácter de paradigma; que prevenga y combata todas las formas de racismo sin perder de vista la persistencia mutante de la judeofobia. Porque, al fin, sigue siendo verdad la observación en forma de pregunta que el escritor y universitario francés René Étiemble (1909-2002) nos dejó casi medio siglo atrás: "¿Por qué será que, cuando se toca al honor o a la integridad física del judío, yo quedo al instante amenazado en mi vida, en mi libertad de gentil? ¿Por qué todas las tiranías consideran solidarios al judío y al hombre libre?".

Joan B. Culla i Clarà es historiador, autor de Israel, el somni i la tragèdia (Editorial La Campana)

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