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Tribuna:CARTA AL PORTAVOZ DE LA CONFERENCIA ESPISCOPAL
Tribuna
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Mal menor y bien mayor

Querido Juan Antonio Martínez Camino:

Cuando el pasado martes te vimos por la televisión en los informativos de la noche, hubo entre los que estaban conmigo dos reacciones: la mayoría profetizó con ironía sabia y levantando la voz: "¡La que se va a armar!". Y acertaron. Yo me sentí más bien en sintonía contigo porque, por una vez, te vi humano en tu esfuerzo por buscar las palabras y por decir las cosas de una manera suficientemente clara pero no estruendosa. Seguramente no diste con las palabras más adecuadas, pero era casi imposible en momento tan difícil. Lo que me conmovió fue verte humano. ¡Estamos tan poco acostumbrados a que detrás de las palabra de algún señor con mitra se adivine un ser humano, en lugar de un disco rayado!

Pues bien, te pase lo que te pase, ahora quiero darte las gracias por ello. Tú y yo no nos conocemos personalmente. Doy por sentado que yo estoy en alguna lista de "objetivos" tuyos a los que debes apuntar. Tú seguramente sabrás también que, cuando vivías entre los jesuitas, eras considerado como persona muy conservadora y supongo que esto te molestaría, aunque no supimos hacerlo mejor.

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Pero ahora eso da igual. Lo que pretende esta carta es ofrecerte algunos argumentos, nada progresistas sino de la más clásica teología moral tradicional en la Iglesia y anterior al Vaticano II, que quizá te hubieran ayudado en el difícil cometido de tu rueda de prensa, que buenos líos te puede traer. Te voy a remitir nada menos que a San Alfonso María de Ligorio, doctor de la Iglesia y considerado el mayor de los moralistas. Pero como vosotros ya no tenéis tiempo para husmear libros viejos en las bibliotecas, te adelanto que lo que te voy a comentar está resumido en un pequeño epítome latino de 1952, titulado Summarium theologiae moralis, de A. Arregui. Y te cito este manual porque era libro de texto en prácticamente todos los seminarios de antaño, ya en su versión latina, ya en la traducción y ampliación que hizo después Marcelino Zalba, otro moralista al abrigo de cualquier sospecha.

Pues bien, vamos al Ligorio. En su Theologia moralis reeditada en el mismo Vaticano y nada menos que por san Pío X en 1905, en el volumen I, libro II, tratado III, número 57 de esa magna obra, y precisamente al hablar de las obligaciones de la caridad (oh ironía), escribe:

"Es lícito persuadir a uno que haga un mal menor si ya está determinado a cometer un mal mayor. Y la razón es que, quien tal aconseja no pretende un mal sino un bien, es decir, que se elija un mal menor" (p. 353). Añade san Alfonso que esta opinión está avalada por autoridades morales como Sánchez, Soto, Molina, Cayetano, los Salmanticenses y otro varios (te cito sólo los más conocidos). Y continúa con ejemplos como le gustaba hacer: a quien está decidido a matar es lícito persuadirle para que en vez de eso cometa un robo o una fornicación (en la tradición posterior se decía: que robe a un rico antes que a un pobre; pero Ligorio parece buscar casos de males que no sean sólo cuantitativamente menores, sino cualitativamente, lo cual es más difícil). Lo confirma con citas de San Agustín: "Si de todas maneras lo tiene que hacer, mejor que cometa un adulterio que no un homicidio, o mejor una simple fornicación que un adulterio"... Para acabarlo de arreglar añade que tal consejo no vale sólo para personas privadas, sino para los confesores, los padres de familia y otras personas que tengan obligación de impedir pecados de sus súbditos.

Esta es la teología moral que estudiamos todos. Puede que los ejemplos no sean hoy los más pedagógicos. Pero hay que tener en cuenta que son del siglo XVIII. Como aplicación de esos principios, yo recuerdo haber comentado en mis tiempos de estudiante de moral (por allá por los años 60), el siguiente caso: a una mujer totalmente decidida a tener relaciones sexuales ilícitas, intentas disuadirla avisándola del peligro de quedarse en estado, y compruebas entonces que, si ello ocurriera está totalmente decidida a abortar. En ese caso es legítimo aconsejarle que, tras la relación, se dé al menos un lavado vaginal, para evitar tener que abortar que sería un mal mayor. Este ejemplo está mucho más en relación con lo del preservativo; pero no puedo recordar la fuente.

Lo que me gustaría añadir es que, en ese principio y en todos esos casos, de lo que se ha tratado propiamente no es de teología moral sino de sentido común. No ha intervenido para nada en esos juicios el dato que los cristianos llamamos "revelado" y que los otros podrán entender como "específicamente católico", como podría ser la sacramentalidad del matrimonio o cosas semejantes. Ni siquiera se ha tratado de desconocer la inmoralidad del preservativo, si es eso lo que preocupa a los obispos: sólo se ha dicho que, por inmoral que sea, puede ser un mal menor que contagiar el sida, cuando han fallado los otros dos principios que recomendaba The Lancet, de abstinencia y fidelidad. No se ha tratado por tanto de principios morales sino de la aplicación de esos principios con sentido común, o con aquello que los clásicos llamaban "la sindéresis". Es muy duro preguntar si es precisamente eso lo que está fallando aquí, o si, como me decía un compañero, profesor de teología moral: "Suerte que ya estoy jubilado, porque si ahora me tocase examinar a alguno de esos señores ¡tendría que suspenderlos!". Por eso creo que todos debemos preguntarnos qué está pasando.

Hace ya casi un decenio, una de las personas profundamente cristianas que he conocido, y que tiene un hijo con sida me decía: "Voy a cumplir 70 años y pronto cincuenta de matrimonio. En mi vida había visto un preservativo. Y ahora estoy repartiéndolos en la asociación que ha fundado mi hijo para ayudar padres en la misma situación que nosotros". Me pareció tan preciosamente cristiano que he vuelto a recordarlo estos días y me suscita la misma pregunta de antes.

¿Qué nos está pasando, querido Juan Antonio? ¿En nombre de qué hemos podido llegar a ese fundamentalismo inmisericorde, cuando por otro lado los obispos dicen estar preocupadísimos por la plaga del sida. ¿A qué llaman gran preocupación cuando ésta no permite ni aplicar un mal menor? Y creo ser muy consciente de lo resbaladizo que es eso del mal menor: no quiero olvidar nunca que los asesinos que lanzaron las primeras bombas atómicas hace ahora 60 años, las justificaron diciendo que era para evitar males mayores y más muertos, si no se acababa la guerra. Pero aun así, el que los hombres seamos tan capaces de abusar de la verdad, no le quita razón a ésta.

Un monseñor de la Curia romana ha dado como respuesta que recomendar así el preservativo sería abrir una puerta al sexo fácil. Esa respuesta pone de relieve lo equivocados que están los señores de Roma respecto a lo que es la actitud de la gente ante sus palabras: la puerta al sexo fácil está hoy totalmente abierta, al margen de lo que ellos digan, y les guste o no les guste. Y nadie se volverá más libertino por el hecho de que ellos se hayan vuelto más misericordiosos. Me recuerda esto unas palabras ya bastante viejas de Karl Rahner con las que concluyo:

"La iglesia docente y su magisterio presuponen silenciosamente que, cuando se dirigen a católicos, hablan a una masa relativamente homogénea de personas, en cuya visión del mundo existe sólo la fe cristiana, acompañada de un respeto más o menos absoluto frente a la autoridad del Magisterio. Esto... no es de entrada tan triste como les parece a algunos, tentados de identificar la fe salvadora con la formación teológica..."

¿Por qué no apostar pues de vez en cuando, hermano Juan Antonio, porque Dios sea más grande, mucho más grande que todos nosotros y nuestras pequeñas cabecitas? Y eso "gracias a Dios".

José Ignacio González Faus es teólogo y jesuita.

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