Supervivientes del genocidio
Erwin Siegelbaum no ha abandonado la vía férrea desde que, al final de la guerra, los alemanes lo dejaron medio muerto en un vagón de ganado en una estación de ferrocarril. Apátrida, lleva cuarenta años de existencia errabunda, perseguido por los recuerdos del asesinato de sus padres. Viajar sin descanso, dejarse arrullar por el traqueteo de las ruedas, sentarse en una cafetería de tren y charlar con el camarero, es su único remedio contra la melancolía, "una serpiente contra la que hay que luchar a muerte". Recorre invariablemente del sur al norte una Europa imaginaria para rastrear los mercados de pueblos apartados, eternamente invernales, en busca de candelabros de Januká, palmatorias, copas y libros antiguos de oraciones. Aunque persigue otro objetivo: encontrar al asesino de sus padres para matarlo.
VÍA FÉRREA
Aharon Appelfeld
Traducción de
Raquel García Lozano
Losada. Madrid, 2004
195 páginas. 16 euros
En contra de las apariencias
de este resumen argumental, Vía férrea no es una novela sobre el Holocausto; la persecución y el exterminio de los judíos aparecen al margen y de forma borrosa. En todo caso, trata de la vida después del Holocausto, del superviviente y su particular percepción del mundo. Pero de ninguna manera plasma vivencias razonadas y personalizadas -como Imre Kertész o Primo Levi, con los que ha sido, en mi opinión, erróneamente comparado-. De hecho, el escritor israelí Aharon Appelfeld se ubica en una posición opuesta en sus relatos y novelas: "La experiencia judía en la Segunda Guerra Mundial no fue histórica. Fuimos confrontados con fuerzas arcaicas, míticas, una especie de subconsciente oscuro, cuyo significado no conocíamos e ignoramos hasta hoy". Nacido en 1932 en Czernowitz en la Bucovina, Appelfeld escribe desde la escuela de una infancia que conoció todos los horrores de la Shoa. Presenció el asesinato de su madre y fue deportado a los ocho años a Auschwitz, de donde logró escapar a los pocos meses. Durante tres años sobrevivió escondido en los bosques ucranios, hasta que se unió como pinche de cocina al Ejército Rojo. En 1946 emigró a Israel, donde aprendió hebreo, idioma que adoptó como lengua literaria, y al que atribuye un minimalismo que corresponde a sus experiencias apocalípticas. Hoy está considerado, además de uno de los escritores judíos más importantes, el estudioso más notable de la literatura hebrea.
Aharon Appelfeld opta por los medios de expresión del absurdo. Sus personajes y diálogos becketianos producen un ambiente onírico que reflejan el vacío de pesadilla que perpetuó la guerra en las víctimas. Sin embargo, no es su estilo parco o su redundancia lo que provoca cierto malestar en la lectura de Vía férrea, sino sus planteamientos maniqueístas. En toda la novela aparecen sólo dos clases de personas: judíos sobrevivientes, como Siegelbaum, y no judíos antisemitas acerbados, que cincuenta años después de la guerra recuerdan con entusiasmo las limpiezas étnicas. Ese ya de por sí reducido entorno humano corresponde a características radicalmente esquemáticas; no cabe nada fuera de sus rígidos parámetros morales y pararreligiosos: la bondad y la rectitud se asocian exclusivamente con los judíos -en gran parte fieles a la fe de sus antepasados, ideal que es añorado incluso por los no creyentes-, mientras la ruindad, o al menos una actitud suspicaz hacia los judíos, se atribuye a los no judíos. De ahí que los lectores no pertenecientes al pueblo judío, en su intento de comprender la problemática del protagonista, de repente se vean colocados en el lado de los no judíos, con todo lo que esta etiqueta conlleva según la lógica de la novela. Lo que consiga Siegelbaum con su venganza y su recopilación de los tesoros judíos lo entenderán, por tanto, los lectores implicados; el resto de la humanidad, los no judíos, queda fuera de la argumentación del libro.
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