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Columna
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Es difícil ser un buen profesional

Pocos profesionales jóvenes de los que me he encontrado en los últimos años me han hablado con cariño, admiración y respeto de alguien que haya actuado como un modelo o mentor en su carrera, alguien de quien hayan podido aprender las reglas -a menudo implícitas- de su oficio, alguien que les haya enseñado la excelencia profesional y, sobre todo, la excelencia ética. Pienso que muchos de ellos se sienten solos en su lucha.

Siempre ha sido difícil ser un buen profesional, en cualquier faceta de la vida. Pero en los últimos años quizá se lo estamos poniendo particularmente difícil a los que se incorporan al mercado de trabajo... y a los que llevan ya unos cuantos años en él. Porque les pedimos cosas a menudo difíciles de compaginar y no les ayudamos a desarrollar una adecuada jerarquía de valores.

A menudo los jóvenes profesionales no encuentran un modelo de comportamiento en el que reflejarse

Lo primero que les pedimos son resultados: ventas, facturación, cuota de mercado, cubrir los costes, pagar la hipoteca... tanto si se trata de profesionales independientes como si trabajan por cuenta de terceros. Bueno, de hecho eso es a menudo lo único que les pide su empleador. Lo demás lo debe sacar él por su cuenta: el aprendizaje de los conocimientos y las prácticas propias de su oficio, el desarrollo de las experiencias que le permitirán ser un buen profesional el día de mañana, el diseño de lo que va a ser su carrera profesional, porque, con frecuencia, si les ayudamos a elaborar ese plan de carrera, pensamos más en las necesidades de la organización que en las del interesado.

Y tampoco le solemos ayudar mucho a desarrollar sus capacidades morales. Le decimos, sí, que debe ser honrado, leal a su empresa y a sus colegas, con espíritu de servicio para con sus clientes y para con la sociedad... Pero no solemos ayudarle mucho en este campo, quizá precisamente porque no sabemos actuar como aquellos mentores o modelos de los que hablaba al principio. Los padres suelen ser la referencia en virtudes básicas, como el trabajo duro y la disciplina; a los profesores atribuimos la adquisición de conocimientos, pero con frecuencia faltan referencias en el desarrollo de los valores éticos de la profesión.

Y por eso mucho profesionales, jóvenes y no tan jóvenes, se sienten justificados a la hora de saltarse las reglas cuando se trata de cumplir los objetivos que se les señalan en el trabajo o de dar pasos adelante en su carrera profesional. Y esto les inquieta, como es lógico. Pero sólo durante un tiempo. Del "no me queda otro remedio" pasan al "las cosas son así" y acaban acostumbrándose. Me decía hace años una directiva de empresa, a propósito de la corrupción en los negocios: "No se debe hacer. Todos lo hacen, yo también. Pero está mal hecho. Y lo paso muy mal". Supongo que, con el transcurso del tiempo, si lo ha seguido haciendo, lo pasará menos mal y lo irá considerando cada vez más algo normal. De hecho, pocos días después me decía otro directivo, hablando del mismo tema: "Sí, la corrupción se puede hacer. Todos la hacen. Yo también. Es la forma normal de hacer negocios en este sector". La tesis -falaz, pero muy usada- de que el fin justifica los medios acaba imponiéndose.

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Y hay momentos en que comportarse bien es particularmente difícil. Por ejemplo, cuando el empleo se reduce y la competencia por el puesto de trabajo es brutal. O cuando los beneficios, las ventas o el volumen de negocio caen, y la presión por los resultados es más fuerte. ¿Quién valora, en esas circunstancias, el trabajo bien hecho? Y sin embargo, es sobre todo ahí donde se aprende a ser un buen profesional.

¿Qué puede hacer un profesional ante esos problemas? Le vendría bien plantearse una reflexión en tres niveles. Primero, sobre su profesión: ¿cuál es su misión en la sociedad, cómo contribuye al bienestar de la humanidad?, y de paso, ¿cómo se vive esa misión en su empresa, bufete, despacho u hospital? Por cierto, ¿les ayudamos a hacer esta reflexión en la escuela profesional o en la universidad?

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