¿Qué enseñamos a niños y jóvenes?
Miércoles 8 de diciembre, festivo en Madrid. Un día tranquilo, salgo a desayunar, compro EL PAÍS y me encuentro con un titular: "Educación vincula los malos resultados en secundaria a la 'situación cultural y económica". "El ministerio dice que promoverá un pacto con las comunidades para elevar el presupuesto", "Sindicatos y padres piden el aumento de la financiación", "Estados Unidos registra el resultado más pobre por cada dólar invertido".
Mi preocupación por la enseñanza primaria y secundaria proviene de tres frentes: como profesor de universidad, sufro los resultados de "cómo llegan" los alumnos; como padre de hijas en edad de sufrirla, me preocupa qué y cómo las enseñan; como ciudadano, pienso que la igualdad de oportunidades tiene mucho más que ver con las enseñanzas primaria y secundaria que con la universitaria y que, sin resolver los principales problemas de aquéllas, subsistirán muchos de la última. Me he resistido a escribir sobre el tema porque, como es obvio, no soy un experto. Pero es posible que, en este debate, el mero sentido común pueda aportar algo. Espero tenerlo.
La igualdad de oportunidades tiene más que ver con la primaria que con la universidad
Cada Gobierno ha cambiado contenidos, denominaciones, horas de asignatura, materias
La idea fundamental, que ya he defendido otras veces, es que el diseño institucional es esencial para mejorar la eficiencia de las políticas públicas y que convendría saber por qué gastando más que Polonia -y muchos otros países- nuestros resultados son peores, antes de pedir aumentos de gasto público. Si fuera estadounidense, me gustaría saber por qué mi dólar gastado es menos eficaz que el de mis vecinos.
El atractivo de pedir un mayor gasto público es que siempre cuenta con apoyos: del ministerio del ramo porque aumentan su presupuesto e importancia; de los profesores porque ello implica mejores condiciones de vida y trabajo (que, desde luego, no son boyantes); de los padres porque piensan que a ellos les "sale gratis"; de la oposición política, que cuando estaba en el Gobierno redujo el gasto, porque es una forma más de señalar insuficiencias de los demás, aunque los resultados se refieran a sus gobiernos.
Trataré sólo cuatro aspectos en los que creo que se han cometido errores, no con la intención de gastar menos, posiblemente más, pero sólo si lo hacemos mejor:
1. El peso relativo de la didáctica y de los conocimientos del profesorado.
Saber enseñar es muy importante, diseñar procedimientos que facilitan la comprensión de los alumnos, también. Pero lo sustantivo es que los profesores sean competentes en la materia. La idea de que un licenciado en lengua (física) es capaz de enseñar matemáticas (literatura) a niños si tiene conocimientos de didáctica, de tecnología educativa o de "ciencias de la educación" es, simplemente, un dislate. Claro que el historiador conoce la tabla de multiplicar y la regla de tres y confío en que el físico tendrá alguna idea del Siglo de Oro español, pero no se trata de eso: se trata de que los niños conecten unas partes de la asignatura con otras, que se les enseñe una materia como un todo integrado y fluyente, que aprendan a pensar en términos de literarios y matemáticos, es decir, a pensar. ¿Sería sensato gastar el mismo dinero en teoría didáctica y más en que los profesores conozcan en profundidad la materia? ¿Sería razonable pedir que los profesores fueran licenciados del "área" de conocimientos?
2. Los contenidos: lo sustantivo y lo accesorio.
El mundo se ha hecho muy complejo, la lista de innovaciones y teoremas es ahora mucho mayor que hace pocas décadas, se han aplicado métodos numéricos al análisis gramatical, la conservación de la naturaleza se ha convertido en un problema relevante, un segundo idioma es fundamental -y un tercero útil-, el número de países y, por tanto, de capitales ha crecido enormemente, los accidentes de circulación son una lacra social... Pero ¿hay que tratar de enseñar todo al mismo tiempo y con similar importancia? Posiblemente, no.
Lo esencial para enseñar a pensar, siguen siendo los instrumentos fundamentales de comunicación con el mundo exterior: la lengua (leer y escribir) y el cálculo. ¿Cómo es posible que los niños cursen 10 o 12 materias distintas? Todo es importante, la psicomotricidad fina y gruesa, el entorno ciudadano, la educación vial, la musicalidad, la informática..., pero unas cosas lo son más que otras. Y los resultados de nuestros menores son peores, precisamente, en matemáticas y lectura. Y aún más deficientes en los niveles de excelencia. ¿Tendría sentido pensar en menos asignaturas mejor explicadas, entendidas y asimiladas en los primeros estadios de la enseñanza? ¿Sería posible un acuerdo sobre mínimos básicos?
3. Los cambios frecuentes y la inversión en profesorado.
¿Cuántas veces han cambiado los planes de estudio en las dos últimas décadas? Parte de esos cambios vinieron provocados por la necesaria adaptación del sistema a un país democrático, pero luego casi cada Gobierno ha cambiado contenidos, denominaciones, materias, horas dedicadas a cada asignatura... Esto, además de crear incertidumbres, ha tenido que generar problemas muy importantes de adaptación y desmotivación del profesorado, al que en general ni se le ha tenido en cuenta en los cambios, ni ha recibido explicaciones claras de los mismos, ni se le ha proporcionado una adaptación formativa a los nuevos contenidos, técnicas y obligaciones. ¿Sería eficaz dedicar más recursos a la formación continuada del profesorado?, ¿sería razonable pactar los planes de estudio y los ciclos educativos de forma que tuvieran una apreciable estabilidad?
4. Heterogeneidad del alumnado y enseñanza concertada.
La prolongación de la edad de escolarización obligatoria hasta los 16 años y el crecimiento de la población inmigrante han hecho que una parte del alumnado en secundaria carezca de motivación para cursar los dos últimos años y que otra parte de primaria y secundaria sufra problemas de inserción social y cambio cultural. No existen soluciones fáciles, pero quizá una estructura de gestión de los centros más flexible ayudaría a mitigar estos problemas. Aspectos como la organización de los grupos, el criterio para desdoblarlos aunque no se cumplan los mínimos, las enseñanzas de apoyo, etcétera, podrían dejarse en manos de los propios centros con un sistema de control externo razonable.
El mismo sistema que ha de cumplir obligatoriamente la enseñanza concertada -viable gracias al dinero público- que, con sus prácticas muy extendidas de "elección" de alumnos con criterios discriminatorios, puede terminar consolidando un doble sistema con una escuela pública degradada que recoja toda la marginalidad y conflictividad y una escuela privada que sólo admita alumnos de pata negra.
¿Sería deseable que, fijando contenidos mínimos estrictos, obligatorios pero realistas, se dejara que los centros gestionaran sus recursos adaptándose a las características del alumnado?, ¿sería conveniente que las subvenciones exigieran que la enseñanza obligatoria no fuera discriminatoria y fuera un instrumento eficaz para la igualdad de oportunidades?
Julio Segura es catedrático de Fundamentos de Análisis Económico de la Universidad Complutense de Madrid.
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