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Euskadi ¿fuera de Europa?

Por tamaño, un Euskadi independiente podría ser viable. De hecho, un tercio de los Estados independientes del mundo tienen menos población que Euskadi. Entre ellos se incluyen cinco de los diez países con mayor renta per cápita, así como cinco Estados miembros de la Unión Europea. El mayor problema de Euskadi no es, pues, su pequeño tamaño o su viabilidad económica, sino su división política interna.

Parece conveniente analizar este caso en el marco de los beneficios y los costes de la independencia de naciones pequeñas en el mundo actual, que, a diferencia de otras épocas, es mucho más integrado y democrático. Por un lado, las naciones pequeñas pueden acceder hoy a mercados grandes y a bienes públicos de amplia escala sin necesidad de formar parte de un Estado grande, gracias a la liberalización del comercio internacional y a la consistencia de organizaciones supranacionales. Así, por ejemplo, a diferencia de lo que ocurrió durante muchos decenios, el Estado español ya no protege un mercado para sus productores ante la competencia exterior (ya que existe un mercado común europeo), ni provee una moneda española (que fue sustituida por el euro), ni una vigilancia efectiva de fronteras con los demás países europeos (dada la libre circulación de bienes, capitales y personas), ni una defensa eficaz (la cual está sobre todo en manos de la OTAN). Actualmente, una nación pequeña como Euskadi podría acceder a todos estos bienes sin formar parte del Estado español.

Por otro lado, una nación pequeña tiende a ser relativamente homogénea en sus estructuras económicas, étnicas y culturales, lo cual facilita la agregación de las preferencias de los ciudadanos y la toma de decisiones colectivas por métodos democráticos. Por tanto, la oportunidad de las naciones pequeñas se basa en su nueva viabilidad económica en un mundo globalizado y en sus mayores potencialidades de desarrollo democrático. De hecho, la difusión tanto del comercio internacional como de la democracia ha ido acompañada por un gran aumento del número de Estados, lo cual ha conllevado una notable reducción de sus tamaños. En 1900, cuando el mundo estaba dominado por los grandes imperios y apenas un 10% de la población mundial vivía en regímenes democráticos, había sólo 55 Estados independientes, mientras que en 2005, cuando la mayor parte de los humanos tiene acceso a amplios intercambios internacionales y vive en democracia, hay 192 Estados independientes (sin contar los microterritorios).

En contra de esta perspectiva, se han citado estos días algunos estudios que pronostican una pérdida del 10% al 20% del producto interior bruto en un Euskadi independiente. Pero esta estimación sólo se sostiene con el supuesto de que Euskadi fuese expulsado de la Unión Europea y del euro, lo cual es bastante inverosímil, y de que el nuevo Estado vasco debiese crear un ejército y otros bienes públicos de los que, como hemos dicho, en realidad podría prescindir. Ciertamente, no hay precedentes ni procedimientos para dejar a una parte de un Estado miembro fuera de la Unión Europea (con la sola excepción del trato concedido a las colonias francesas, holandesas y danesas, muy distantes del continente). También cuesta imaginar que, en tal eventualidad, el Estado español pudiera crear una nueva frontera vigilada por las fuerzas armadas y de seguridad, imponer nuevos aranceles a los productos vascos o prohibir allí el uso del euro (que nadie ha podido impedir que se convirtiera en moneda nacional, por ejemplo, en Andorra, Kosovo y otros territorios fuera de la Unión). Además, el mayor desafío del llamado plan Ibarretxe consiste precisamente en que no llega a la independencia -sino a la "asociación", al estilo de Puerto Rico-, con lo que hace prácticamente imposible su exclusión de Europa.

El problema de Euskadi no es, pues, de viabilidad económica, sino más bien de viabilidad política. Es muy poco común que una nación pequeña como Euskadi sea étnica y lingüísticamente más heterogénea que el conglomerado mayor en el que se encuentra. Dicho muy rudimentariamente, mientras que en el conjunto de España hay una amplia mayoría llamémosle castellanista de más del 75% de la población (según se manifiesta en los usos lingüísticos y en el apoyo a partidos políticos de ámbito español), en Euskadi la mayoría política nacionalista apenas ronda el 55%. Nótese que, por ejemplo, en Cataluña la situación es diferente. Es ésta una comunidad menos heterogénea, en la que las dos lenguas son variantes próximas del latín y donde la mayor parte de la población es bilingüe y el resultado de mezclas familiares acumuladas durante muchas generaciones, por todo lo cual es relativamente más fácil formar una amplia mayoría democrática. Asimismo, por su mayor tamaño, Cataluña puede mantener la aspiración a participar decisivamente en la gobernación del Estado español, perspectiva harto improbable para los vascos que representan sólo un 5% de la población total.

La cuestión vasca es, pues, de solución relativamente difícil si se la compara con las oportunidades de otras muchas naciones pequeñas en el mundo actual. Si en el Estado se forma una mayoría absoluta de Gobierno españolista (como ocurrió, por ejemplo, en los recientes periodos 1982-1993 y 2000-2004), los vascos étnicos de Euskadi quedan reducidos a una posición de minoría marginal en el conjunto de la política española. Ésta ha sido, dicho aquí muy simplificadamente, la base estructural e histórica del llamado "conflicto político" vasco, que no suele ser muy bien comprendida fuera de aquel país. Si, por el contrario, una mayoría nacionalista vasca pudiera gobernar absolutamente en Euskadi, sería la minoría de vascos españoles la que quedaría reducida a una posición marginal. En esta segunda situación la salida más probable para los marginados sería la secesión de Euskadi y a favor de España, como parece apuntarse en Álava. Algo semejante a lo que ocurrió en el Ulster cuando Irlanda se independizó.

Dada la dificultad del problema, parece especialmente desafortunado para la búsqueda de soluciones que, en el actual marco europeo, los nacionalistas españoles y los nacionalistas vascos hagan tanto uso beligerante del concepto de "soberanía". Como se ha sugerido antes, ninguno de los Estados europeos es ya soberano en las capacidades (legislativas, mercantiles, financieras, militares o policiales) que en su día constituyeron el fundamento del monopolio estatal de la violencia. Pero ninguna nueva nación pequeña puede aspirar tampoco a una soberanía comparable a la que los Estados grandes poseyeron y ejercieron en sus mejores momentos. Por eso, la diferencia entre la llamada "independencia" de las naciones pequeñas y la descentralización puede ser considerada, en Europa, una cuestión de grado. El actual proyecto de Constitución europea, aunque es cierto que sigue dando prioridad a las instituciones formadas por representantes de los Estados y hace más difícil que antes la reforma constitucional, confirma en la práctica un modelo pluralista de estructuras políticas complejas y a la carta. Si algún sentido y viabilidad puede hoy tener la aspiración a la "soberanía" es conseguir un puesto en la mesa de la Unión Europea. Compartir poder de decisión en las grandes organizaciones supranacionales es una condición necesaria para el éxito de las naciones pequeñas y el mayor éxito en sí mismo al que pueden aspirar.

Josep M. Colomer es profesor de investigación del CSIC en Barcelona.

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