Álvarez-Uría y Varela
La presentación del profundo, claro y agilísimo libro Sociología, capitalismo y democracia. Génesis e institucionalización de la sociología en Occidente (Ediciones Morata), de Fernando Álvarez-Uría y Julia Varela, profesores de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, en las vísperas de la Navidad, ha coincidido con la muerte de Manuel Lizcano, el pionero de la Sociología en España. Este noble título de pionero se lo atribuye Diego Gracia Guillén, director de la Fundación Zubiri, en la necrológica publicada en EL PAÍS. Pero como dice en su evangelio san Juan, el precursor de los concursos televisivos, que en el principio fue la pasapalabra, volvamos, en un instantáneo viaje astral, a la presentación de este libro que honra incluso a la cultura finlandesa, que, ya en su día, aquí nos descubrió Ángel Ganivet en un excelente ensayo. Finlandia acaba de demostrarnos que es el país más eficaz, a escala mundial, a la hora de instruir en matemáticas, lengua, cultura científica y comprensión lectora a alumnos de 15 años. Y por eso es probable que sea el primer país que traduzca a su lengua el libro de Álvarez-Uría y Varela.
De la presentación, que fue muy brillante en las exposiciones de todos los participantes, me quedo con un chascarrillo que, al sacarlo de su contexto, quizá desvirtúo. En la intervención de la socióloga María Jesús Miranda hubo un momento estelar en que soltó un sublime exabrupto. Con una entonación contundente, heredada del Moisés que llegó a romper, sin contemplaciones, las Tablas de la Ley cuando encontró a los chiquilicuatres de los israelitas adorando el becerro de oro, María Jesús Miranda honró las sagradas paredes del Círculo de Bellas Artes con estas aladas y misantrópicas palabras que me han alegrado la Navidad: "¡La puta humanidad!". Ante la intervención de María Jesús Miranda solté una carcajada tan incontenible como el grito de "¡goooool!" que emití cuando Zidane tiró el penalti y, en un segundo, hundió a la Real Sociedad en el ya mítico partido de los seis minutos jugado, el 5 de enero, en el Santiago Bernabéu.
Cada vez que, estas navidades, he visitado El Corte Inglés que, en cualquiera de sus múltiples establecimientos es para mí tan sagrado como la más bella iglesia románica, y me he topado con esa multitud de fieles que no te permite dar un paso, recordaba las sabias palabras de María Jesús Miranda y me decía con la cólera que Yahvé gasta en la Biblia: "¡La puta humanidad!". Me imaginaba que Fernando Álvarez-Uría y Julia Varela, que, como todos los buenos sociólogos, son alérgicos a los sopores de la delirante metafísica y dejan constancia de ello en su crítica de unas nefelibatas palabras de Marx heredadas del volátil Hegel, apoyaban mi exabrupto mental. Y en cuantas ocasiones me he encontrado después en un atasco, he pronunciado mentalmente esa frase que el Círculo de Bellas Artes debería esculpir en alguna columna del edificio junto con alguna sentencia de Timón de Atenas, el legendario misántropo inmortalizado por Aristófanes y que Shakespeare conoció a través de Plutarco. Y, por cierto, en una ocasión, Mario Vargas Llosa llamó por escrito a Plutarco historiador latino cuando el helenista Martín S. Ruipérez, director de la Fundación Pastor de la calle Serrano, nos tiene dicho que era historiador griego. Parece que un desliz como éste, en un océano de aciertos como el que ha generado, con su inmensa inteligencia, Vargas Llosa, no tiene ninguna importancia. Pero la Academia sueca es implacable y precisamente por este error de llamar a Plutarco historiador latino le ha congelado, por unos años, la concesión del premio Nobel.
En cambio, Cela, que fue más hábil estratega que Vargas Llosa, nunca cometió el error de hablar de latinos y griegos, que no conocía, y así jamás incurrió en el error de escribir, por ejemplo, que Virgilio era griego. Por eso la Academia sueca, que se ha acostado con la mitad de los dioses griegos, se lo agradeció mucho y, sin ningún problema, le otorgó a Cela el premio Nobel. El pionero de la Sociología Manuel Lizcano deja a su muerte en las mejores manos - las de Fernando Álvarez-Uría y Julia Varela, entre otras también ilustres- esta ciencia que, claro, al esencialista Unamuno le sacaba de quicio.
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