El estruendo Ibarretxe
Por Dios, ¿quién pondrá sordina a la trompeta hiriente que estos días machaca nuestros sufridos tímpanos? En algún momento, ¿podremos hacer un debate sereno en este país de truculenta y arrebatada historia? ¿Somos tan inmaduros aún que no podemos debatir como adultos lo que supimos estropear como niños? Desde que el plan Ibarretxe dejó de ser un proyecto de proyecto político y se convirtió en una propuesta tangible aprobada por el Parlamento vasco, todo lo que ha sucedido tiene poquísimo de racional y casi todo de retórico, pasional y hasta bajoventresco. Con toda sinceridad, y salvo excepciones muy notorias, la mayoría de partidos políticos se han comportado frente a la propuesta como si vieran al toro en Sanfermines, y lo han embestido como locos, o han huido cual espectros. Hay tanto ruido acumulado que podemos afirmar una primera cosa, con más tristeza de la que quisiera confesar: el debate que tenía que suscitar el proyecto de ley que presenta el Parlamento vasco ha sido rotundamente negado y ha sido sustituido por una orquesta ruidosa de palabras gruesas, insultos varios y plantes de opereta. "No pasarán", han gritado al unísono las voces más significativas del coro español, y lo que no ha conseguido pasar ha sido la reflexión. ¿Miedo? Probablemente, porque si hubiéramos debatido el proyecto, éste habría alcanzado su primer objetivo: debatir políticamente una salida al problema vasco. Sin embargo, lo que hay, desde mi punto de vista, es un miedo atroz a mirar con racionalidad una realidad que tenemos enquistada y que, según parece, preferimos enquistada. "Si podemos darnos de hostias", que dice el chiste, "¿para qué hablar?".
Y, a pesar de todo, hay que hablar. Aporto, pues, la modesta contribución de una pequeña reflexión serena, a pesar de que estoy convencida de que el ruido, hoy por hoy, ha ganado la partida. Y no lo ha ganado sólo entre las huestes de la caverna gritona, sino entre los muros de nuestro Moncloa tranquila. ¿Qué es, sino ruido, el plante de José Luis Rodríguez Zapatero? ¿Qué fueron, sino ruido, las palabras épicas de Teresa Fernández de la Vega en su entrevista con Iñaki Gabilondo? Nunca pasará, nunca, nunca, decía nuestra Agustina de Aragón, periplantada en el micrófono de España como si comandara el ejército en Trafalgar. A excepción de los buenos de Izquierda Unida, que intentaban elevar el tono de la racionalidad, en las Españas todas se ha decidido aparcar la gramática con el objetivo inequívoco de evitar encontrar alguna palabra. No diremos que hemos asistido a una especie de muerte de la inteligencia porque ese concepto es patrimonio de los Millán Astray y sus muchas maldades. Pero diremos que la inteligencia, estos días, no ha tenido su mejor momento.
Las reflexiones. La primera. El proyecto que presenta el Parlamento tiene una bondad inequívoca: pone sobre la mesa un plan posible sobre el cual debatir. Es decir, intenta encontrar soluciones. Que me digan que no gustan las soluciones, que hay otras, que tenemos que reinventar el plan propuesto, encontrar uno nuevo..., fantástico. Pero la virtualidad del proyecto es justamente que presenta un proyecto de salida posible, y lo somete a la legalidad vigente. Aseguran las furias que es un proyecto independentista y, como tal, anticonstitucional. Sencillamente, no es cierto. Se trata de una redefinición de la relación con España sancionada por el Rey y que excluye explícitamente la independencia. De hecho, cuando Carod Rovira asegura que Esquerra Republicana (ERC) va más lejos, tiene razón. La negación del debate, por tanto, es una negación a hablar de España y de la relación de los pueblos que la componen, como si sólo existiera un dibujo político posible, inmutable, incuestionable e innegociable. No estamos diciendo no al proyecto de Ibarretxe. Estamos diciendo no a debatir España.
La segunda reflexión, la cuestión del corazón partido. Sin duda es cierto que Ibarretxe también ha participado de la palabra gruesa. Como decía el editorial de EL PAÍS, no es de recibo que el lehendakari asegure que la mitad del Parlamento vasco es la voluntad de la sociedad vasca, y el rechazo del 90% del Congreso no es la voluntad de la sociedad española. Además, su silencio sobre el riesgo que corren miles de ciudadanos vascos por no militar en el nacionalismo, es un silencio estruendoso. Pero el corazón partido de Euskadi, indiscutible como realidad social, ni debe impedir una propuesta de salida viable, ni es legítimo como argumento para negar el debate. Más allá de la ideología de cada cual, el proyecto está pensado para todos los vascos y, por elevación, ni tan sólo es contrario a los intereses de los españoles. ¿Qué pierde un ciudadano extremeño si Euskadi reinventa su relación con España? Por supuesto, es lícito negarse al proyecto por convicciones ideológicas, esenciales, patriótico-épicas, etcétera. Pero hay que decirlo así, que el proyecto no se está rechazando desde la cabeza, o ni tan sólo desde el bolsillo. Se rechaza desde el estómago, de ahí la visceralidad de los argumentos.
Finalmente, la salida. Si ahora Ibarretxe tira adelante su plan unilateralmente, será considerado irresponsable. Sin embargo, agotada la vía del Congreso español, estamos ante un choque de soberanías, las dos legítimas y las dos legitimadas. En ese contexto, ¿resulta tan malvado que el presidente vasco consulte a los vascos? ¿Qué hay que hacer, si no? Más aún, ¿por qué se teme tanto una consulta popular a los vascos? Me dirán, podría haberse ahorrado el proyecto, calladito estaría más guapo, ha complicado el asunto... El asunto estaba complicado, alguien debía tener un proyecto, el presidente tiene derecho a tener el suyo, con independencia de que guste en Madrid, y, finalmente, tiene todo el derecho a llevarlo a la práctica si goza de mayoría. De manera que, entre ruidos, el plan Ibarretxe es un intento de palabras. Acallarlo con el estruendo, la épica y el "no pasarán" no dice nada a favor de la política, pero dice mucho de nuestros miedos, nuestras miserias y nuestras debilidades.
www.pilarrahola.com
Pilar Rahola es escritora y periodista.
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