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Reportaje:

"A los 78 años, vaya follón"

Los vecinos mayores viven las precipitadas mudanzas entre el desconcierto y el enfado

Clara Blanchar

"A mí no hay quien me tosa. Pero a mis 78 años, vaya follón". No es precisamente políticamente correcta, pero es la definición que Guillermina Caballero hace de su situación. Después de casi medio siglo en el Turó de la Peira, ayer metió toda su vida en cajas y se tuvo que marchar a casa de su hermana, en el Eixample.

Se llevó consigo una maleta con ropa, una bolsa de supermercado llena de paquetes de tabaco -"la comida y el tabaco, esto sí que no me falta"-, "el Vicks Vaporub y el spray Reflex para los huesos". Y se llevó también un enfado enorme con el Ayuntamiento, "por el retraso en lo de los pisos" y porque "¿a quién se le ocurre excavar en un barrio como éste?". Al alcalde le dedicó unos cuantos improperios y le reprocha "que se haga el sueco y no venga a dar la cara".

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"Pero, ¿qué vamos a hacer? Si esto se cae, hay que irse", se conforma. Le duelen el estómago y los huesos, pero le sobra energía. Ayer la empleaba en dar órdenes a los trabajadores de la empresa de mudanzas que llevará sus muebles a un almacén hasta que, dentro de tres años, le den el piso nuevo. "¡Cuidado con el san Antonio, que era de mi bisabuelo!", advertía. Pero les regaló cacharros de cocina y las alfombras que vestían el suelo del piso, un ático de 90 metros cuadrados con dos terrazas por el que hasta ayer pagaba un alquiler de 23 euros al mes. Si fuera nuevo, costaría una millonada.

Era más de la una de la tarde y Guillermina -viuda y sin hijos- todavía no había encontrado el momento de peinarse ni vestirse. "Supongo que acabaremos por la tarde y me vendrá a recoger mi sobrino". Mientras se hacía la pregunta en voz alta, sonó el timbre de la puerta.

Era una empleada municipal. Llamaba a cada piso para preguntar cuántas bombonas de butano tiene cada vecino. Órdenes de los bomberos, que no quieren llevarse sorpresas cuando derriben los edificios. "Podrían dejarlas para volarlo y así se ahorrarían la dinamita", sugería Guillermina sin soltar el pitillo.

La escalera de esta mujer, el número 3 de la calle de Inca, se fue vaciando a lo largo del día de ayer. Lo indicaban los letreros que los técnicos fueron pegando en cada rellano: "Piso vacío. Mudanza acabada. Quedan tres butanos dentro". El que no se quiere ir "ni a un piso ni a un hotel", sino a su casa de Zaino (Extremadura) es José Barragán, jubilado. "Que me paguen y sólo me llevaré la tele y el colchón".

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Sobre la firma

Clara Blanchar
Centrada en la información sobre Barcelona, la política municipal, la ciudad y sus conflictos son su materia prima. Especializada en temas de urbanismo, movilidad, movimientos sociales y vivienda, ha trabajado en las secciones de economía, política y deportes. Es licenciada por la Universidad Autónoma de Barcelona y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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