A izquierda y derecha, o el año nuevo
Los personajes históricos que actúan como bisagra entre dos épocas suelen parecer excéntricos, cuando no disparatados. Por su ojo izquierdo aún atisban los últimos vestigios de un tiempo sentido como mejor, en tanto que por el derecho se les agolpan figuras teratológicas de un cadáver que adquiere día a día rasgos infantiles. Han amortizado las torturadas horas de la adolescencia y de ellas sólo les queda la memoria de un mundo más simple, porque simple es la mirada juvenil, y abstracta. En superlativo contraste, comprueban los retorcimientos de la hora presente, no por el mundo mismo, sino por la mirada retorcida que sobre el mundo proyecta el ciudadano declinante.
Nada hay en el mundo, todo está en nuestra experiencia, y ésta puede ser cándida o cínica independientemente de la edad. Vemos lo cándido y lo cínico del mundo, alternativamente, según miremos con el ojo derecho o el izquierdo, pero es cierto que los jóvenes viven en un mundo sólo habitado por jóvenes y, por tanto, más simple, monocular y ciclópeo, en tanto que los adultos conviven con todo el espectro de la especie y a veces necesitan un sombrajo donde guarecerse de la ruidosa e incoherente presencia de tantos egotismos en conflicto.
Tal fue el caso de François de Chateaubriand, gentilhombre atrapado por dos edades opuestas del mundo y que vio con ojos juveniles cómo moría el decrépito Ancien Régime, pero con ojos ancianos cómo crecía la sociedad republicana y burguesa. Tuvo la mala fortuna de nacer demasiado inteligente para una época que precisaba con urgencia enormes masas de idiotas. Y para no morir de asco tras haberse librado de la guillotina, se unió a las fuerzas oscuras del Vaticano y la Corona, momias fétidas pero con su capacidad de aniquilación aún intacta. Gracias a ello sobrevivió. Todos cuantos eligieron la Revolución, el Terror y el Imperio no duraron.
El nacimiento de una sociedad es un fenómeno tan violento como la emergencia de un volcán oceánico. El recién nacido llega hambriento y comparece en el mundo con la dentadura enteramente crecida. Da espanto ver cómo esa criatura revolucionaria devora crudos a los ginecólogos, a los puericultores, a las parteras y comadronas que lo han ayudado a nacer. Verdadero Saturno invertido, el hijo devora al padre, a la madre, a los hermanos, y se limpia las babas con el cordón umbilical.
Nuestro vizconde tenía diez años cuando murió Voltaire y sufrió las comezones de la pubertad en la sociedad astuta, voluptuosa y corrupta de Luis XVI. Sin embargo, cuando murió, ya Marx había concebido una nueva Gran Causa para justificar las siguientes carnicerías santificadas por el progreso. El vizconde vio con lucidez el cambio de escala de la nueva sociedad: "Cuando acaban las grandes épocas, se alzan voces que lamentan la pérdida del pasado y suenan como un toque de queda. Así gemían quienes vieron el fin de Carlomagno, de San Luis, de Francisco I, Enrique IV y Luis XIV. ¿Qué no podría yo lamentar, que soy testigo de dos o tres mundos desaparecidos? Cuando, como es el caso, uno ha conocido a Washington y Bonaparte, ¿qué puede divisar más allá de la carreta del Cincinato americano y la tumba de Santa Helena?".
Cuando nació Chateaubriand, hombres y mujeres aún se movían con la misma prisa con que se habían movido Jesucristo por Galilea o Nefertiti en sus paseos por el Nilo, es decir, a pie, a caballo o en una embarcación a vela. Cuando Chateaubriand muere, la tierra está surcada por una telaraña de línea férrea, el mar lo cruzan miles de buques a vapor, hay ya carreteras asfaltadas por McAdam, telégrafos que facilitan el dominio militar del Indostán desde Londres o Estocolmo, y todo anuncia la próxima llegada de la bestia más destructiva que ha conocido la humanidad, el automóvil particular.
Quienes lean la autobiografía de Chateaubriand, por fin traducida íntegramente al español por José Ramón Monreal (El Acantilado), encontrarán muchas páginas de inmediata aplicación a nuestra experiencia. También nosotros hemos sido atrapados por una convulsión revolucionaria que nació en 1950 y de la que aún apenas sabemos nada, aunque sin duda se trata de una mutación democrática espectacular. Somos prehistóricos de nuestra era, y, como tales, más bárbaros, salvajes y destructivos que nuestros antepasados. Los actuales sermones benevolentes, solidarios y dialogantes ocultan la más descarnada indiferencia y el apetito desalmado de unos burócratas atrincherados en la fortaleza de la gerencia total. Nazis y estalinistas asesinaron a muchos millones de europeos, pero nosotros hemos condenado a morir en Auschwitz a las tres cuartas partes de la población mundial. Y lo peor es que semejante locura no es sino la demostración objetiva de la superioridad de Occidente.
Que hemos caído en una bisagra quiere decir que en medio siglo la hipertecnificación ha transformado el mundo de tal manera que no lo reconoce ni su madre, la Ciencia. Hemos pasado de parir con dolor a clonar humanos para vender sus órganos. Los lamentos sobre el estado de la educación en las naciones supuestamente educadas son un plañido estéril. Nadie hará nada para remediar el regreso al analfabetismo masivo porque nadie sabe cómo evitarlo, ni (lo que es más interesante) para qué evitarlo. No creo demostrable que el mundo de pasado mañana exija más universidades. Sí, en cambio, más academias de artes marciales.
Es cierto, sin embargo, que en esta abominable emergencia de mitos, fetiches, canibalismo, religiones y tribus sigue siendo posible usar el ojo derecho, el juvenil, y tratar de atisbar las luces de una sociedad auroral, aunque no sea fácil. Nuestro ojo derecho tiene grandes dificultades para no ver la cordillera de cadáveres que tenemos a la espalda y que proyecta una sombra infame sobre cualquier aurora. Parece como si todo sueño de futuro tuviera implícita una nauseabunda sentimentalidad de sacristía que hace de los sueños agobiantes pesadillas. Por lo menos, así son los sueños que agotan el seso del sindicato de políticos profesionales, encerrados en la fortaleza que describía Ignacio Sotelo en diciembre. Esa gente sólo sueña en regresar al pasado, eso sí, con el sueldo del presente. Paradójicamente, lo venden como si fuera el futuro.
Quizás por eso permanecemos quietos, simulando un movimiento que es el puro resbalar de las ruedas sobre un charco de aceite, mientras recibimos salvíficos riegos de sangre llegada de África, Asia y América. Es posible que cuando la transfusión se haya completado (y ésta es la visión del ojo derecho), el zombi regrese a la vida, sus mejillas se coloreen, entre aire oxigenado en sus pulmones, sus músculos se tensen, vuelva a tener corazón y comience a orientarse hacia, entonces sí, un futuro que por ahora sólo es una trágica mamarrachada.
Félix de Azúa es escritor.
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