Payasada con sangre
En la madrugada del 1 de enero, mientras los peruanos celebraban todavía la llegada del nuevo año, el mayor retirado del Ejército, Antauro Humala, y unos ciento cincuenta paramilitares de su movimiento "etno-cacerista" capturaron una comisaría en la ciudad andina de Andahuaylas, tomando de rehenes a nueve policías y apoderándose del nutrido armamento que albergaba el recinto. Exigían la renuncia del presidente Alejandro Toledo, a quien acusan, entre otras cosas, de vender el Perú a Chile debido a las importantes inversiones procedentes del vecino país en la economía peruana. La asonada, que duró cuatro días y en la que cuatro policías fueron asesinados por los etnocaceristas y dos civiles perecieron abaleados por las fuerzas del orden, terminó con la captura del cabecilla faccioso y de un centenar de sus partidarios, en tanto que algunas decenas de ellos escaparon por los cerros cuando advirtieron el inminente fracaso de la insurrección.
Antauro Humala y su hermano Ollanta, teniente coronel al que el Ejército acaba de dar de baja -como, al parecer, es el más despierto de los dos, el Gobierno lo tuvo lejos del Perú, de agregado militar en París y en Seúl, con un sueldo de casi diez mil dólares mensuales-, se hicieron famosos en las postrimerías de la dictadura de Fujimori, cuando protagonizaron también un acto insurreccional pidiendo la renuncia del dictador. Juzgados y amnistiados fundaron un movimiento ultranacionalista que, sin llegar a ser masivo, ha logrado cierto implante en los sectores más pobres y marginales, principalmente entre los varios cientos de miles de reservistas diseminados por toda la geografía peruana. Al igual que en casi todo el Tercer Mundo, en el Perú sólo han sido levados y servido en el Ejército los ciudadanos más humildes -campesinos, marginales, provincianos, desocupados-, el sector social que precisamente ha padecido más las crisis económicas derivadas de las políticas populistas, la corrupción cancerosa y la cataclísmica violencia en los casi catorce años que duró la guerra revolucionaria desencadenada por Sendero Luminoso. Los reservistas o ex soldados se cuentan entre las peores víctimas del paro, la caída de los niveles de vida, el aumento de la delincuencia, y por eso, entre ellos, es altísimo el nivel de frustración y de rechazo a todo el sistema político y legal. No es de extrañar que la prédica de los hermanos Humala haya encontrado un eco favorable entre estos peruanos enfurecidos y frustrados.
El movimiento de los hermanos Humala se llama etnocacerista en homenaje al general Andrés Avelino Cáceres, un presidente del Perú del siglo pasado que organizó una guerra de guerrillas contra el ocupante chileno luego de la guerra del Pacífico de 1879, y debido a un principio racista que es dogma central de su ideario: el verdadero Perú constituye una entidad homogénea, la "etnia cobriza", y quienes no pertenecen a ella -es decir, quienes no son indios o cholos- son peruanos a medias, en verdad forasteros, es decir, advenedizos sospechosos de deslealtad y traición a las esencias de la peruanidad. Los hermanos Humala no sólo han tomado del nazismo el ideal de pureza racial; también la organización militar de sus adeptos, que se llaman entre sí "compatriotas", llevan uniformes, van armados y realizan públicamente maniobras y prácticas de tiro para la revolución que, en una ola de violencia patriótica, limpiará todo el Perú de sus estigmas y de malos peruanos. Sus emblemas e insignias son también hitlerianos; en lugar del águila, sus gallardetes llevan un cóndor de alas desplegadas, y en vez de la esvástica, sus banderas rojas y negras lucen una cruz incaica. Junto al pabellón nacional, en sus marchas y mítines flamean la bandera del Tahuantinsuyo, que, como nunca existió, han reemplazado por la bandera del arco iris de los gays.
El movimiento etnocacerista quiere armar al Perú para declararle la guerra a Chile y así recuperar Arica, la ciudad y territorio que quedaron en posesión chilena luego de la guerra del Pacífico. También dan mueras al Ecuador en sus manifestaciones callejeras, en las que los etnocaceristas desfilan con sus carabinas, escopetas, armas blancas y garrotes para que nadie ponga en duda la seriedad de sus designios. En el mes de mayo del año pasado participaron en la captura popular de la localidad de Ilave, en Puno, que terminó con el salvaje linchamiento del alcalde de la ciudad, Cirilo Robles. Defienden el cultivo y consumo de la coca, por ser producto primigenio del Perú ancestral, y rechazan toda campaña o acción contra las drogas, operaciones en las que ven la mano torva de un imperialismo que quiere despojar al Perú de uno de los rasgos telúricos de la nacionalidad. Quieren restablecer la pena de muerte y en su vocero periodístico, Ollanta, han publicado la lista de quienes serán fusilados en la Plaza de Armas de Lima, por traidores a la Patria, cuando el movimiento tome el poder. Figuran en ella dirigentes de los principales partidos políticos, congresistas, ministros y empresarios, y, en general, todos los vendepatrias neoliberales que han entregado nuestras riquezas naturales a la voracidad de los explotadores extranjeros.
Todo esto puede parecer payaso, cavernario y estúpido, y sin duda también lo es, pero sería una grave equivocación suponer que, debido a lo primario y visceral de su propuesta, el movimiento etnocacerista está condenado a desaparecer como una efímera astracanada política tercermundista. Por creer esta simpleza, el Gobierno peruano dejó actuar al mayor Antauro Humala y sus ciento cincuenta secuaces la noche del año nuevo a pesar de que, se ha sabido, los servicios de inteligencia del Ejército advirtieron a las autoridades, dos días antes de la asonada, que había llegado a Andahuaylas esa beligerante formación de paramilitares. También las asonadas que protagonizaron, al principio de su vida política, el teniente coronel venezolano Hugo Chávez y el general ecuatoriano Lucio Gutiérrez parecían unas payasadas sangrientas sin mañana. Pero, ambas, a pesar de la patética orfandad de ideas y el exceso de demagogia e idioteces que exhibían, consiguieron echar raíces en amplios sectores sociales a los que la incapacidad del defectuoso sistema democrático para crear trabajo, oportunidades y la vertiginosa corrupción de la clase dirigente habían vuelto sensibles a cualquier prédica violenta antisistema. Ahora, ambos militares felones, responsablesdel peor delito cívico, la insumisión contra el Estado de Derecho, presiden, sin que nadie les tome cuentas, la gradual descomposición de las instituciones y el lento retorno de sus países a la antigua barbarie autoritaria.
Aunque terminó pronto, y con pocas víctimas, lo ocurrido en Andahuaylas es muy mal indicio de lo que podría ocurrir en el Perú si las cosas siguen como están. Es decir, si continúa el desprestigio de las instituciones y cada vez un mayor número de peruanos creen, como los insensatos que se alzaron en Apurímac, que no hay espacio dentro de la legalidad y la convivencia democrática para un progreso que no se quede sólo en la cúspide social y alcance también a los millones de peruanos de la base, para que cese la corrupción que cada día delata su ubicua presencia con nuevos escándalos y para que las pavorosas desigualdades sociales y económicas comiencen a cerrarse. Y que sólo la violencia pondrá remedio a todos estos males. Fue inquietante que en muchas ciudades del Perú, como Arequipa, Tacna, Huaraz, Moquegua, Cusco, centenares de personas salieran a las calles a manifestar su apoyo al putch de Humala y que la población de la propia ciudad de Andahuaylas se dividiera, mostrando una buena parte de ella, sobre todo los jóvenes, una solidaridad entusiasta con los insurrectos.
Es verdad que todos los partidos políticos condenaron formalmente la asonada, pero también lo es que muchos exponentes de la ralea política nacional, entre ellos un ex primer ministro de la dictadura de Fujimori y Montesinos, se precipitaron a hablar del "patriotismo" e "idealismo" de los jóvenes seguidores del militar insurrecto y a pedir, desde ahora, antes siquiera de que éstos sean juzgados, una "amnistía" que premie su fechoría. Son los eternos despreciables leguleyos de la historia sudamericana, los infaltables rábulas atentos siempre al ruido de los sables para ir a ofrecer sus servicios al espadón que se avecina.
Lo que ha puesto en evidencia esta payasada con sangre es la fragilidad de la democracia en un país como el Perú. Ni un solo partido político, ni una sola institución cívica, pensó siquiera en convocar una manifestación o hacer público un pronunciamiento a favor de la democracia, ante la bravata incivil que amenazaba con destruirla. ¿Por qué se abstuvieron? Porque sabían que, probablemente, poca gente los seguiría. Aunque los Humala y sus seguidores etnocaceristas son incapaces por el momento de arrastrar tras ellos a grandes masas de peruanos, el entusiasmo que hace cinco años celebró el retorno de la democracia al país luego de diez años de autoritarismo y cleptocracia se ha encogido también como una piel de zapa. Y ahora lo que se oye por doquier son palabras de desprecio y repugnancia por este sistema ineficiente, que abre la puerta del poder a mediocridades rechinantes y a pícaros de toda calaña, y las encuestas de opinión muestran, en los primeros puestos de la simpatía popular, ¡a Fujimori! "¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?". ¿Todavía lo preguntas, imbécil? El Perú es el país que se jode cada día.
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