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Columna
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La calle

En una parada de taxis, en la Costa del Sol oriental, oí que será bueno el nuevo año turístico, y lo dijo un profesional de absoluta confianza. La catástrofe en Asia afectará al turismo de aquí: los europeos que buscan los trópicos para veranear en invierno cancelan sus reservas asiáticas. No se me había ocurrido esta conexión. Pero el premio Nobel de literatura V. S. Naipaul, comentando el jueves en este periódico la gran destrucción del maremoto, comentaba cómo la ola se había llevado, junto a tantas vidas humanas, los edificios turísticos, los bungalows, los hoteles, los mercados, la vida provisional, de vacaciones, que se había transformado en el modo esencial de vivir.

En la misma ciudad litoral andaluza, a cien metros de la parada de taxis, en un restaurante, una señora dijo que se comentaba mucho el retorno a la Tierra de las plagas bíblicas: agua y langostas en masa. Ya, meses antes del maremoto, había oído yo algo semejante: "Se está cumpliendo el Apocalipsis", dijo uno en la cola del autobús. "Hay quien cree en estas cosas", añadió la señora del restaurante. Las desgracias naturales hacen pensar menos en nuestro desconocimiento profundo de las profundidades de la Tierra que en el mundo mítico del Antiguo y Nuevo Testamento.

Pero la ignorancia de la Biblia en España es también grande. La Biblia estuvo bastante mal vista aquí, donde ha sido muy poco leída, libro sospechoso, de protestantes y judíos. Ni siquiera creo que muchos cristianos sepan, por ejemplo, en qué idioma fueron escritos los Evangelios. Nuestro acercamiento a la Biblia es cinematográfico: Moisés es Charlton Heston, un superhéroe con superpoderes, lanzador de plagas y muerte contra el campo enemigo. Es la Biblia de Hollywood, el cine como predicador potentísimo, un superpredicador, mucho más práctico que esos admirables chicos americanos, de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día, que llevan a las casas el Libro de Mormón.

Recurrimos a mitos atemporales para imaginar las dimensiones exactas del presente. Hay en la calle una mezcla de espanto, piedad, catastrofilia, religiosidad y resignación nerviosa. El cataclismo en el Sudeste asiático ha probado la capacidad de compasión de los seres humanos, pero también ha renovado la diabólica e invencible alianza entre la maldad humana, que puede ser inmensamente mezquina, y la abundante violencia de la naturaleza. En Suecia no se atreven a publicar la lista de desaparecidos en las costas de Asia por miedo a que sus casas sean robadas.

Los que piensan en plagas y apocalipsis son optimistas, en contra de lo que parece, pues les ven a las cosas un sentido divino: la historia sería una sucesión lógica de culpa, castigo y purificación, con un arco iris final como símbolo de la paz definitiva entre la humanidad y el Dios justiciero. Así cayó el Diluvio Universal y se salvó Noé, recordado en este mismo sitio el otro día por Ian Gibson. Y las favorables previsiones turísticas para la Costa del Sol revelan un ansia extraordinaria de vivir, propia de la especie, dispuesta a superar todos los duelos por hondos e irremediables que parezcan.

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