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Columna
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Túnel

COMO UN enlace de su anterior película, In the Mood for Love (2000), en la titulada 2046 (2004), Wong Kar Wai vuelve sobre el escenario del Hong Kong de la revolucionaria década de 1960. Hay otros muchos elementos y detalles que relacionan ambos filmes, pero el principal quizá sea la autocita irónica del cineasta chino al repetir un viejo proverbio oriental por el que se aconseja susurrar un secreto íntimo en un hueco de un árbol y luego cubrirlo con barro para así preservar indefinidamente su misterio. No en balde el primer fotograma de 2046 es un profundo agujero negro, con algo de palpitante, que se asemeja a un túnel, que enseguida se nos va a revelar como la oscura boca de un viaje a través del tiempo. Concebida en 1997, según ha declarado el propio Wong Kar Wai, el año en que se traspasó la soberanía de Hong Kong a China, hay casi justo medio siglo de proyección imaginaria hasta llegar a esa mítica fecha de 2046, pero sin que ningún cambio político o tecnológico altere el fondo de incertidumbre existencial que nos acompaña a los seres moldeados por el signo fatal del tiempo. En realidad, emplazada inicialmente la acción en la década de 1960, el único presente discernible en esta película es el de la presencia combinada de pasado y futuro a través de la sucesión vertiginosa de sus fascinantes imágenes, que nos conducen al corazón mismo de nuestra identidad; esto es: a la memoria, ese pozo sin fondo donde brillan los luminosos retazos de nuestras pérdidas.

Relato dentro del relato, todo se articula cuando el periodista y escritor Chow Mo Wan escribe una novela, que titula con el número de la habitación del hotel donde vive, la 2046, en la que no sólo discurre el cortejo de sus amoríos circunstanciales, enhebrados al hilo del pasillo, sino que impremeditadamente contempla los de alguna vecina de al lado. Todos estos encuentros y desencuentros eróticos se van fundiendo entre sí como el tejido de una quimera, de esa interminablemente larga cola de brocado, en la que relucen deseos, ilusiones, sensaciones, sentimientos y esperanzas, cuyo flujo dibuja el mapa de un viaje hacia una fecha mítica, en la que el tiempo toca a su fin, pero de la que sólo cabe regresar mediante el doloroso parto del arte, esa ficción que conjuga con pasmosa artificiosidad todos los tiempos verbales.

Escrita la historia, el autor, abrumado por la melancolía, decide cambiarle el final, pero no logra que el levantado plumín se pose sobre la hoja, quizá porque se ensimisma recordando la única imagen múltiple de las tres mujeres que le amaron y dejó marchar pero, como Orfeo, no puede exorcizar su pérdida con ningún viaje subterráneo, porque su intempestiva búsqueda por el tiempo no tiene regreso. Sólo retiene imborrables fragmentos rotos de belleza con los que compone un canto, que susurra en el hueco de un árbol y tapona con barro, cual corresponde al secreto mejor guardado. Es cierto que en el túnel del tiempo se oyen como trozos incompletos de melodías algunas imágenes deshilachadas u otras sensaciones de embriagadora intensidad, probables heraldos de un amor que irremediablemente se escapa, porque en la máquina temporal se registran únicamente recuerdos, los agujeros negros del pasar.

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