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Columna
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La Administración, la mujer del césar

Antón Costas

Probablemente todos hemos utilizado en alguna ocasión la expresión "es mi dinero, y con él hago lo que quiero". Podemos utilizar nuestros recursos económicos como nos parezca, aun cuando esas decisiones pudieran ser arbitrarias o desafortunadas. Así, por ejemplo, si quiero contratar los servicios de Internet estoy en mi derecho a hacerlo con la empresa que me apetezca, ya sea porque me ofrece los mejores precios o porque el director es un amigo; si contrato a un empleado, puedo elegir a la persona que me caiga mejor; al dar una subvención escojo libremente al beneficiario sin pensar que con eso discrimino a otros que pudieran tener más necesidades o méritos. En todas estas decisiones me asiste una legitimidad directa que procede del hecho de que estoy empleando recursos que son estrictamente míos, privados.

Pero la cosa cambia cuando las decisiones utilizan dinero públicos, es decir, de otros. Da lo mismo que esos otros sean los accionistas de una empresa o los ciudadanos de una comunidad. En ambos casos, los gestores de esos fondos públicos están obligados a seguir algún tipo de procedimiento formal establecido y a rendir cuentas. Esto es así porque, a diferencia del caso anterior, la legitimidad que les asiste es una legitimidad indirecta o delegada, otorgada por los accionistas o por los electores, que les obliga a seguir procedimientos transparentes y a responder de sus decisiones.

Esta exigencia es la que ha forzado a dimitir y a tener que presentarse ante los tribunales de Justicia a muchos altos directivos de empresas, como es el caso de Enron en EE UU o el de Gescartera en España. Estas empresas son públicas, en el sentido anglosajón del término, en la medida en que sus gestores manejan recursos e intereses de otros. Y esta condición pública está permitiendo reclamarles ante los tribunales daños por decisiones negligentes o dolosas, tomadas a sabiendas de que lo eran, y manipulando los procedimientos contables y de información establecidos.

Con mayor razón, esas exigencias de transparencia y responsabilidad son aplicables a los políticos y a los responsables de cualquier Administración pública. Han de ser conscientes de que están sometidos a lo que podríamos llamar una restricción de equidad: sus decisiones no pueden beneficiar o discriminar injustamente a unos ciudadanos o empresas en perjuicio de otros. Una decisión político-administrativa puede ser ineficiente, y no pasa nada; pero lo que no puede ser es inequitativa, injusta. Y la justicia o equidad de una decisión administrativa viene definida por el hecho de si ha seguido o no el procedimiento legalmente establecido.

Por eso los procedimientos administrativos son lentos y requieren tanto papeleo. Muchas personas que critican esa rigidez no se dan cuenta de que es la condición para garantizar que las decisiones administrativas respeten el principio de equidad, ya sea en la contratación de nuevos empleados o en el otorgamiento de subvenciones, contratos o concesiones. Si aun siguiendo esos procedimientos farragosos queda la duda del amiguismo, imagínense lo que ocurriría de no seguirlos.

Viene esto a cuento a raíz de la presentación del informe sobre la gestión de los gobiernos de CiU, encargado por Maragall. No me interesan tanto las conclusiones -que hablan de desorden administrativo e irregularidades en la adjudicación de subvenciones, contratos y concesiones- como la reacción de algunos responsables de CiU y las propuestas del tripartito para evitar que en su gestión se repitan esos mismos comportamientos patrimonialistas.

Artur Mas ha acusado al tripartito de falta de legitimidad para juzgar la gestión de los gobiernos anteriores y ha señalado que, en todo caso, las cuestiones criticables son peccata minuta. Allá él con su personal concepción de la legitimidad de los gobiernos democráticamente constituidos, pero como ocurre ya con los directivos de empresas, los responsables políticos y los gestores públicos tendrán que ir acostumbrándose a que se le exija responsabilidad por sus decisiones. Pero, en todo caso, discrepo en que la conculcación del procedimiento administrativo sea una cuestión menor. Utilizando el refranero popular, se puede decir que las administraciones públicas, como la mujer del césar, no sólo tienen que ser honestas, sino que además han de parecerlo.

¿Qué tendría que hacer el tripartito para no caer en los mismos comportamientos? El informe propone la creación de una Oficina de la Transparencia. Tengo escasa confianza en mecanismos de control internos cuyos responsables están sometidos a autoridad de las mismas personas que han de controlar. Hay otra vía más eficaz y menos costosa. ¿Por qué en vez de crear nuevos organismos burocráticos no se opta para una ley de libertad de información, al estilo de la que acaba de entrar en vigor el 1 de enero pasado en el Reino Unido, que reconozca de forma efectiva el derecho de los ciudadanos a pedir y obtener en un plazo corto cualquier tipo de información de que dispongan las administraciones públicas -ya sea una consejería, un hospital o una escuela- sobre las subvenciones concedidas, las concesiones otorgadas, las empresas con mayor índice de siniestralidad laboral o cualquier otra información?

Saber utilizar la voz de los ciudadanos, otorgándoles más poder para obtener información, contribuirá más que ninguna otra iniciativa a disciplinar el comportamiento de los políticos y gestores públicos, lo que permitirá construir unas administraciones públicas más equitativas y a la vez más eficientes. Pienso que de esta forma el tripartito haría una contribución relevante a la transparencia y modernización de la Administración pública catalana, y sin duda sería un ejemplo que seguirían otros gobiernos.

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