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Imagen exterior y vida cotidiana

En la sociedad contemporánea se produce una separación cada vez mayor, a veces abismal, entre la cultura institucional y la sociedad civil; es decir, entre los argumentos y las expectativas que proponen las administraciones con sus políticas culturales y de promoción exterior, por una parte, y la vida cotidiana basada en la experiencia empírica de la realidad, por otra.

Utilizando los poderes mediáticos se genera una imagen exterior que se basa en el delirio de los acontecimientos: los contenedores se sobrediseñan y todo se convierte en espectáculo creando unas expectativas falsas. Mientras tanto, la realidad de la sociedad civil, de la ciudad interior, de los problemas cotidianos que se reflejan en los movimientos vecinales, en las organizaciones no gubernamentales, en las investigaciones auténticas o en el estado de problemas como el de la vivienda, forma cada vez más parte de un mundo autónomo que la Administración prefiere olvidar. Ante la complejidad y el descontento de los movimientos sociales, la Administración sigue recurriendo a los esquemas tradicionales de gestión y control.

Un ejemplo emblemático de este abismo entre el poder y la opinión pública ha sido el Fórum 2004, un acontecimiento que las administraciones promotoras han calificado de éxito, sin el más mínimo atisbo de autocrítica, y que una parte representativa de la ciudadanía barcelonesa ha criticado duramente o del que, simplemente, ha hecho caso omiso.

Este fenómeno habla también de la crisis del modelo socialdemócrata en general y del agotamiento del llamado modelo Barcelona en concreto, que se basaba en el consenso y que se había concretado en los pactos entre los intereses públicos y privados; una política urbana de despotismo ilustrado que ha continuado las coordenadas definidas por la socialdemocracia en el siglo XX. Sin embargo, han cambiado profundamente las condiciones y los protagonistas que habían permitido al modelo socialdemócrata aplicarse y evolucionar en Europa, creando y manteniendo el Estado de bienestar, la cara más humana y menos mala del sistema capitalista.

En primer lugar, se agudiza esta escisión entre la representatividad de las instituciones políticas, con las expectativas que crean, y la dura realidad de la sociedad, en la que aumenta la pobreza y se encarece la vida. Las mismas ciudades que se publicitan como modélicas desvelan un profundo malestar entre sus ciudadanos por vivir en una ciudad cara, sucia, ruidosa, insegura y violenta, sin los equipamientos sociales necesarios. El Ayuntamiento de Barcelona cae en contradicciones flagrantes: alardea de la promoción del arte y, en realidad, desaloja a los artistas instalados en el Hangar en Poblenou; se vende como la ciudad de la arquitectura, cuando obras como la urbanización en torno al mercado de Santa Caterina son la muestra de la máxima impericia y falta de previsión; mientras escasean los equipamientos para jóvenes, se dedica a eliminar los centros creados por los okupas. En definitiva, todas las habilidades municipales se dirigen a cómo intentar engañar a los vecinos.

En segundo lugar, los operadores en el mercado inmobiliario han cambiado; son cada vez más grandes inversores que buscan una rentabilidad alta e inmediata. Por ello se hace más difícil un modelo de ciudad hecho con previsión, visión pública e intenciones de sostenibilidad, y es difícil, incluso, un modelo de promoción de vivienda social con operadores de este tipo.

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En tercer lugar, el tejido social se ha transformado totalmente, con nuevos protagonistas que aportan una complejidad para la que no se estaba preparado: la inmigración, con culturas y religiones distintas; el turismo de masas, que produce un desgaste de la ciudad real y que con sus medios económicos va desplazando a la población autóctona, y los jóvenes, víctimas de la precariedad laboral y que cada vez caen más en la marginalidad. Todo ello genera una situación hecha de muy diversos estratos sociales a los que no se puede ofrecer una sola solución.

Por último, la iniciativa de los técnicos y profesionales que históricamente habían proyectado la forma del crecimiento de las ciudades -arquitectos, ingenieros, etcétera- ha ido quedando al margen de las decisiones y del proceso, por la propia incapacidad de replantear su formación y su práctica en consonancia con el cambio de las condiciones, y ya no les queda otra salida que el servilismo más vil, si no quieren caer en la marginalidad o el testimonialismo.

Es en este contexto que una tradición tan fructífera como la socialdemocracia ha de actualizarse y transformarse profundamente. Este será un proceso arduo, con muchas incertidumbres, pero que tiene una certeza: lo que está agotado es el modelo de unas decisiones impuestas desde la Administración, y lo que es vital es dar espacio y voz a la participación en todos los sentidos y a todos los estratos sociales: que en vez de aplicar decisiones impuestas por las administraciones a la sociedad civil se creen las condiciones para lo contrario: que sea la ciudadanía la que influya en las administraciones, más allá de unas elecciones cada cuatro años. Aunque la participación sea una vieja idea, que ésta se produzca de manera activa y real, en todas las fases del proceso -diagnóstico de las necesidades, diseño y realización-, significa cambiar radicalmente el funcionamiento de unas sociedades en las que se va haciendo cada vez mayor la escisión entre la cultura institucional y la sociedad civil.

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