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Columna
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España, España

El hockey es un juego muy emocionante para quien lo juega pero tremendamente aburrido para quien lo mira, porque la pelota es muy pequeña y no se ve. Hay cosas que no se pueden mirar desde fuera y el hockey es una de ellas. Vemos a un grupo de hombres con palos persiguiendo con ahínco algo invisible. Vemos la euforia del triunfo y la frustración de la derrota, el sudor y el esfuerzo, pero no vemos la dichosa pelota. No es de extrañar pues que el hockey se haya convertido finalmente en una metáfora del nacionalismo, un juego en el que los hombres persiguen la esencia diminuta de la patria, un deporte en el que sólo el ataque constante o la defensa a ultranza, le otorgan a la minúscula pelotita la importancia de lo real. Quienes nunca hemos jugado al hockey no podemos concebir la emoción que despierta, quienes nunca hemos jugado a España nos vemos incapaces de vislumbrar el tamaño de su sombra. Una mancha que se extiende como una marea negra desde las heridas del pasado hasta las afrentas del futuro, en perfecta simetría.

Desde el centro inventado de esta nación de naciones, desde las calles de este Madrid mutilado y resistente, no puede verse la razón última del juego, así que me conformo con ver cómo los tantos van subiendo, uno tras otro al marcador, sin saber muy bien si vamos ganando o perdiendo, incapaz de apreciar la trascendencia de este partido eterno.

En su novela, Inglaterra, Inglaterra, Julian Barnes imaginaba un parque temático en la isla de Wight donde todo lo inglés, desde Robin Hood hasta el palacio de Buckingham, desde las pastas de té hasta los martinis de Churchill, se reducía para encontrar acomodo en simpáticos pabellones. Así la réplica sustituía a lo real, desarticulando la realidad y al mismo tiempo preservándola. Una salsa espesa, en la que se mezclaban mermelada e hipocresía, homosexualidad y sombreros hongo, calzoncillos sucios y William Shakespeare. No parece que en un futuro muy cercano estemos en disposición de desarticular y preservar España de manera parecida, y sin embargo, no estaría de más repasar la novela de Barnes para darnos cuenta de que la esencia de lo que somos, merece más una visita guiada y un paseo por la tienda de souvenirs que una guerra. A esta nación de naciones le tiran las costuras de manera insoportable o eso parece, hasta que uno se da cuenta de que lo soportable es también un límite inventado que varía según donde vayamos poniendo las fronteras de lo nuestro. De niño imaginé que un mundo aceptable sería aquel que me permitiera, a expensas del azar y de las bombas, un margen de libertad suficiente para ser uno sólo, sin más intromisión del grupo que la que requiere y exige el cotidiano ejercicio de la ciudadanía. Nada me ha hecho cambiar de idea, y sin embargo resulta evidente que para muchos de nosotros, ahí fuera, existen líneas, más allá del libre albedrío, que deben ser marcadas sobre la tierra que pisamos. Límites que corregir, competencias que merecen la pugna más severa, cuentas que saldar. Nada que uno pueda ver desde el centro mismo de este imperio reducido, que amenaza con seguir reduciéndose hasta convertirse en una réplica fragmentada. Un parque temático alimentado por la energía del rencor, bañado por neones de sombra, colgados a uno y otro lado de sus calles de mentira. No puedo tampoco adivinar la gravedad de todo el proceso, ni si estamos ante el fin o ante el principio. En el territorio de las utopías, recuerdo haber soñado alguna vez con un mundo en el que cada hombre sujetase una sola bandera, la suya. Distinta a todas las demás, pero no mejor, hecha con los jirones de sí mismo. Una patria de a uno, respetada en lo esencial por todas las otras patrias. Queda claro, pues, que no soy la persona más adecuada para juzgar el estado de las cosas. Quien no es capaz de ver la pelota, no puede emocionarse con el juego, sólo es posible seguir, con relativo interés, el esfuerzo denodado de los jugadores, apreciar la violencia del choque y desear de buena fe que entre el fragor de esta batalla, alguien se acuerde de minimizar las lesiones. Aunque mucho me temo que ya es tarde para eso. Ante un juego incomprensible, el primero en cansarse es siempre el espectador.

Puestos a celebrar algo en estos días y después de un año sangriento para esta ciudad, que es la mía, sin pedirme nada a cambio, no encuentro nada más digno que mi cansancio. Madrid y yo nos merecemos un descanso. Con los ojos cerrados no se puede ver España, puede que con los ojos abiertos tampoco.

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