El porvenir
Hace ahora un año vivíamos el mal trago del caso Carod: una extraña visita a Francia, una filtración no menos rara, una ensalada de interpretaciones, un boomerang final al trasero de los catalanes. Aquello tuvo todos los ingredientes del folletín -secretos, suspense, especulación, melodrama-, del vodevil -malos entendidos, trampas, puertas falsas-, del sainete -despropósitos, salidas de tono, chistes de pacotilla- y rozó la tragedia al poner en peligro la voluntad electoral de los ciudadanos de Cataluña cuando el Gobierno tripartito aparecía aún tierno como un peso pluma.
Los balances de estos días han sido piadosos y destacan que el tripartito catalán no sólo ha sobrevivido a las excursiones de Carod Rovira, sino incluso a sus expansiones de mal humor populista del tipo Madrid me mata. Todo esto forma la parte más folclórica de lo que ha sido el primer año sin Jordi Pujol para bastantes generaciones de catalanes, que éste es el verdadero acontecimiento. Felizmente, el ex president ha tenido la dignidad de la discreción: su herencia trabaja en su lugar y alimenta la batalla simbólica en la que ha ocupado demasiadas horas hábiles un tripartito que hizo de los problemas sociales su nexo de unión. Ah, los símbolos localistas, qué perdidos se encuentran en un mundo paneuropeo, panespañol y finalmente dependiente de una tecnología global ubicada entre Seattle e India y de una energía que mana en Asia Menor, en Venezuela o en África.
Los catalanes hemos vivido un año singular, desconcertante. Nada hacía prever, hace 12 meses, que el pactismo emanado de las urnas catalanas sería precursor de lo sucedido, luego, en las elecciones generales españolas. Cataluña y España -oh, paradoja para incrédulos y miopes- coincidían en lo más decisivo: la necesidad de diálogo y de pacto, el reconocimiento de una realidad variopinta, diversa, abierta. Un gran cambio, sin duda, de digestión lenta, que augura otro futuro: ha devuelto a los ciudadanos la fuerza de sus decisiones colectivas. Aunque ya parezca normal, la coincidencia en indagar, dialogar y acordar ha abierto perspectivas inéditas tras la uniformidad vivida.
Lo inédito, en estos 12 meses sin Pujol, ha sido también esa intuición confirmada: en Cataluña no se atan los perros con longanizas, al menos desde que el mercado español dejó de ser un feudo catalán para abrirse a Europa y al mundo. En 12 meses, ese tripartito peso pluma ha puesto orden en la casa, ha rastreado la realidad, ha diagnosticado de qué mal podemos sucumbir y ha repartido responsabilidades, también hacia dentro. ¡Menuda novedad la de que los catalanes podamos ser responsables de algo, también de nuestra propia ceguera e inoperancia!
Al quitarnos la venda de los ojos -bolsas de miseria a la puerta de casa, infraestructuras miserables, deudas acumuladas para vergüenza ajena- y abrir paso a la asunción de las propias responsabilidades, el tripartito viene a decirnos que Madrid no lo decide todo en nuestra vida de catalanes: nosotros podemos y tenemos que decir mucho. ¿Era eso lo que los ciudadanos esperaban hace 12 meses? ¿Se ha acabado el tiempo del paternalismo conmiserativo y del enemigo exterior? ¿Es esta la clave de fondo sobre la que ha girado este año pasado y que marca decisivamente el nuevo año 2005?
Sería aventurar demasiado dar por supuesto que 12 meses han disuelto inercias enquistadas. La historia es lenta: el pujolismo ha engendrado nuevas generaciones. Pero afloran los síntomas de que la sacudida ciudadana que abrió paso a un tripartito que ha surfeado en lo alto de la gran ola del cambio profundo tendrá consecuencias. Síntomas de que todo está por estrenar, como si la realidad adquiriera matices nuevos y nosotros mismos empezáramos a vernos con nuevos ojos. ¿Será esto lo que ofrecerá el nuevo Estatut?
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