Úbeda, esa limpia belleza
El autor se pierde por las calles de la ciudad jiennense más renacentista, patrimonio de la Humanidad
Cuando llegaste a Úbeda, no pudiste pasar de largo ante el gigantesco Hospital de Santiago, un primer aperitivo del mejor Renacimiento de Vandelvira -quiero decir: de nuestro país-, que parecido a un terminante aviso te alerta del color, dorado, y de la limpia belleza que, como norma arquitectónica, encontrarás en la ciudad.
Hace frío. El aire te despabila de un tirón y, al aspirarlo, es como si te tragaras un vaso de agua tintineante de cubitos. Quizá por ello, en este domingo navideño, entras al hospital con un aire de alegre heroísmo y te unes a los turistas que merodean por el patio central mientras miden con su admiración las proporciones de la doble galería de arcos de medio punto, casi flotantes sobre los trazos de mármol de las columnas, un recinto de armonía que se hace sistema en los principales palacios de Úbeda. Admirarán contigo los turistas la geométrica desmesura de la escalera y, contigo, visitarán la capilla que para sí la quisieran, como iglesia mayor, muchos pueblos: trece capellanes, un sacristán y cuatro acólitos la asistieron.
Esto, te dices, más que un hospital es una hipérbole financiada por un megalómano -el obispo Cobos- que sólo pudo cuajar en una montaña de exacta belleza gracias a las razones del arte del humanismo. Por suerte, ya no son bubas lo que se curan aquí sino la modorra ciudadana. Hoy, el hospital es el cerebro de Úbeda; en él están la biblioteca, varias sedes asociativas; y las exposiciones o las conferencias, la música o el teatro, engrasan a diario las neuronas de la ciudad.
Cuando sales, necesitas un café y no perdonas una tostada bañada con el excelente aceite de oliva de la zona. Con esas armas en la sangre, recorres las calles comerciales de Obispo Cobos y Mesones. Frío. Anuncios vivientes de Papá Noel. Villancicos y alfombras rojas de tramoya. Ya bajo lo soportales de la plaza de Andalucía, te sabes en la antesala del casco antiguo, en el mentidero del pueblo, un perímetro de comercios y sucursales bancarias que funciona como un embudo para absorberte por la calle Real y depositarte en el cogollo monumental.
Pero las ciudades son manuscritos que hay que leer poco a poco. Mejor empezar por los pies o las raíces. Mejor ir primero donde Úbeda toca -en todos los sentidos- tierra. Así que bordeas las murallas por el norte y te bajas a la calle Valencia para visitar el alfar de Paco Tito y su Museo de lo Cotidiano. Es Paco un memoralista del barro, con unas manos hechas a las formas del tiempo, ahora empeñadas en que no se pierda lo que un día tuvo vida en arcilla. Veo su espléndido museo, su horno sacado también de la memoria, el taller donde trabaja su hijo ante los ojos de los visitantes. Todavía, antes de dejar su casa, Paco sigue haciendo su viaje a lo perdido y -de entre sus pucheros de cerámica, como el dios de Santa Teresa- saca un Quijote manuscrito y me hace colaborar en ese texto, que se afana en que copiemos a muchas manos amigos y conocidos. Si un libro se reescribe cada vez que se lee, nunca hubo libro mejor leído que el Quijote de Paco Tito.
Al subir del barrio de los alfareros, llevas el frío a cuestas. Unos niños te sonríen mientras cantan villancicos bajo el arco de herradura de la Puerta del Losal. Así que te ves, qué remedio, casi formando parte de un crisma cuando atraviesas la muralla por esa puerta como de Belén. La impresión que se tiene al entrar en el casco antiguo es que se está pisando una Andalucía de frontera. No te equivocas. Desde la Reconquista de la ciudad (1233), una cuña de iglesias y palacios se fue incrustando en la maraña de calles árabes para ir abriéndole luz y espacios: lienzos zigzagueantes de cal que, a trechos, se serenan en suntuosos planos de cantería. Proporción. Extraordinaria calidad en cada piedra tallada. Júbilo de vivir y de hacerlo público en las fachadas. Geometría de la belleza. Es eso lo que ya me rodea cuando dejo atrás el Oratorio de San Juan de la Cruz y entro en El Blanquillo, una hermosa casa solariega que me da vino, tortas de pimentón (ochíos) acompañados de morcilla en caldera y, desde su terraza, el sol de la mañana y unas vistas de tarjeta postal de la Sierra de Cazorla brillando de nieve.
No está lejos de allí la plaza Primero de Mayo. Es ella la encrucijada de la ciudad medieval y, aún hoy, conserva un contorno homogéneo de balcones que, junto a la tribuna de la iglesia de San Pablo y la galería alta del Ayuntamiento Viejo, parecen converger hacia el centro para seguir mirando el avispeo del mercado, las transacciones de los escribanos o los juegos de toros y cañas que allí se celebraban. No te irás de la zona sin echarle un vistazo al hermoso Museo Arqueológico ni haber paseado por la intimidad del barrio de San Pablo, situados ambos detrás de la iglesia homónima.
Los pies ahora te llevan solos -estás en el barrio de tu infancia- por la sugerente estrechez de la calle Horno Contador -Casa de los Salvajes, Palacio de los Manueles- para girar en ángulo recto y buscar la plaza del Ayuntamiento. Allí, junto a la rotunda esbeltez del palacio Vela de los Cobos, está Navarro, el restaurante de tus fidelidades. Te dan lo que esperabas: guisos de la tierra, andrajos, choto, hechos con la sabiduría de siempre.
Al salir de Navarro, la tarde cruje de frío y afila cada arista. Es el momento de entrar en el corazón de la ciudad renacentista, en ese gran escenario, símbolo del poder y de las razones estéticas del humanismo, que es la plaza Vázquez de Molina. Se trata de un espacio lleno de serenidad y fuerza clásicas, un lugar donde sobran los adjetivos -Úbeda es sustantiva-, como para no salir de él, aunque te conformas con visitar el Salvador, lamentar que Santa María siga cerrada, echar un café en el Parador y un par de cigarros mientras miras embobado el conjunto y, en especial, la inconcebible armonía -¿cómo es posible en ese grado?- de la fachada del Ayuntamiento.
Aunque no quisieras irte, todavía te espera mucho y tienes poca luz. No vas a renunciar a tu obligado paseo por las calles Corazón de Jesús y Luna y Sol para llegarte al esplendor de la Casa de las Torres y, desde los Miradores de San Lorenzo, ver los olivares ondular hasta el valle e ir a difuminarse en azules bajo los inmensos recortes, hoy nevados, de Sierra Mágina.
Es ya de noche cuando, junto al Palacio de los Condes de Guadiana -junto a "una de las torres más bellas de España"-, te detienes a descansar en el recóndito patio del hotel Alvar Fáñez. Mientras tomas una merienda tardía, te dices que otro de tus fetiches particulares, el Palacio del Marqués de la Rambla, lo verás ya con luz artificial, y, antes de salir hacia él y hacia la ciudad extramuros, te repites que no has conseguido que Úbeda te quepa en este domingo.
- Alfarería de Paco Tito. Museo de lo Cotidiano. Calle Valencia, 22. Interesante taller y casa museo de la cultura de la cerámica.
- Hospedería El Blanquillo. Plaza del Carmen, 1 Palacete renacentista del siglo XVI.
- Restaurante Navarro. Plaza Ayuntamiento. Cocina tradicional.
- Hospedería Alvar Fáñez. C. Juan Pasquau.
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