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Monumentos a nadie

Barcelona, la ciudad que cierra hoy el año del Fórum de las Culturas, el epicentro planetario de los movimientos pacifistas, críticos y alterglobalizadores, la capital de un país -Cataluña- al que se reputa de obsesionado con la historia, las conmemoraciones y los símbolos, Barcelona alberga en su seno algo insólito, probablemente único a escala mundial: un puñado de monumentos dedicados... a nadie ni a nada, vestigios mal digeridos de un pasado siniestro. Y no se trata de pequeños bustos o discretas estelas, camuflados en lugares recónditos de la urbe; son piezas espectaculares, de muchas toneladas de peso, bien visibles en emplazamientos céntricos y sobre vías muy principales.

Por orden de aparición en la escena ciudadana, la primera de tales piezas es el obelisco situado en la intersección entre el paseo de Gràcia y la Diagonal, en el lugar popularmente conocido como el Cinc d'Oros. En su origen, se trataba de un monumento a Francesc Pi i Margall, proyectado bajo la monarquía de Alfonso XIII e inaugurado durante la Segunda República, en 1936, que el franquismo triunfante tres años más tarde desfiguró y desvirtuó. La estatua alegórica de la República que lo coronaba, obra de Josep Viladomat, fue retirada y pasó cuatro décadas en un almacén municipal antes de poder regresar al espacio público (concretamente, a la plaza de Llucmajor). A cambio, se ubicó al pie del obelisco otra figura femenina de bronce, firmada ésta por Frederic Marès, que enarbola en su mano derecha alzada un ramo de laurel y sostiene con la izquierda una pequeña victoria alada. El conjunto y la plaza que lo rodea fueron dedicados a la Victoria, sin que fuese preciso aclarar cuál.

Obviamente, esa dedicatoria dejó de tener sentido a partir de la restauración democrática de 1977-1978, y el conjunto monumental -que había sido blanco predilecto de pintadas y pasquines desde los albores del posfranquismo- cayó en una especie de limbo simbólico en el que todavía permanece. Es cierto que, hace dos décadas largas, el Ayuntamiento decidió cubrir la inscripción franquista del pedestal de la estatua de Marès con un escudo que no es el de España, sino el de la Casa Real, al mismo tiempo que rebautizaba el espacio circundante como plaza de Juan Carlos I. Pero no me parece prudente deducir de ello que el obelisco se haya convertido en un monumento al monarca reinante.

El segundo caso de este chocante inventario se halla en la entrada más noble a Barcelona, en la Diagonal, frente al palacio de Pedralbes y junto a diversas facultades universitarias. Es el Monumento a los Caídos, obra del arquitecto Adolf Florensa, erigido en los años de la posguerra civil como una versión local -según Alexandre Cirici Pellicer- del Feldherrnhalle de Múnich, el memorial de los primeros muertos del partido nazi. Se trata de una columnata semicircular de mármol gris en cuyo centro, algo avanzado, se colocó un grupo escultórico de Josep Clarà, una especie de piedad fascista. Escenario de ruidosas concentraciones de camisas azules, correajes y brazos en alto durante la dictadura, el complejo fue víctima de un atentado con explosivos en enero de 1974 y, mucho más recientemente, del derribo y destrucción de las figuras de Clarà. Hoy, el macizo pedestal de éstas permanece vacío, sin otra indicación que una palma del martirio en relieve. Más atrás, bajo las columnas, se yergue una cruz tan desnuda de textos o símbolos como el resto de aquellos muros. Un turista curioso que intentase saber qué representa o para qué sirve tan espectacular conjunto no encontraría allí otros indicios de vida que excrementos de pájaro y botellas vacías de cerveza.

El monumento a José Antonio Primo de Rivera es la última pieza, la más moderna, del tríptico surrealista que intento describir. Levantada durante el tardofranquismo en el cruce entre las avenidas de Sarrià y de la Infanta Carlota (hoy, Josep Tarradellas), su enorme mole fue lugar de cita para las mayores manifestaciones de la ultraderecha local, por ejemplo la de mayo de 1979. Luego, las autoridades municipales resolvieron desnudarlo de la dedicatoria al fundador de la Falange, del yugo y las flechas que campaban en lo alto y de cualquier otro elemento identificador dejándolo como está hoy: innominado, huérfano. En la parte frontal, unos altorrelieves que se intuyen vagamente simbólicos (la maternidad, la pesca, la siega...); detrás, otros dos relieves aún más difíciles de descifrar para un viandante de nuestros días: una resurrección, y un caído (¿José Antonio?) al que lloran tres figuras femeninas.

No es preciso rememorar ahora las hipotecas de la transición, ni evocar el 23-F de 1981, para entender que los ediles barceloneses de aquellos años fuesen prudentes a la hora de retirar de nuestras calles la parafernalia franquista. Pero en el año que comienza mañana se cumplirán tres décadas desde la muerte del dictador, y 26 años de ayuntamientos democráticos. Además, gobiernan tanto en Barcelona como en Cataluña mayorías catalanistas y de izquierdas aparentemente preocupadas por la gestión de la memoria histórica, y preside la Generalitat un federalista confeso y entusiasta. ¿No sería, pues, la hora de restituir al obelisco del Cinc d'Oros su sentido originario, el de monumento a Pi i Margall, el patriarca federalista, el barcelonés que llegó a jefe del Estado español? Era republicano, sí; como Castelar, que tiene en el centro de Madrid un importante memorial.

¿Y qué excusa queda para no desmontar ya los desafectados monumentos a los Caídos y a José Antonio? ¿Qué sensibilidad digna de respeto se sentiría herida? ¿Qué argumento ético o estético justifica mantener en pie esos mamotretos que carecen tanto de valor artístico significativo como de sentido político y llevan lustros estorbando nuestro paisaje urbano? Alcalde Clos, señores y señoras concejales: si no es ahora, ¿cuándo?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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