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¿Quién teme a Don Quijote?

Andrés Trapiello

Acabo de leer un artículo de alguien de cuyo nombre no logro ya acordarme a propósito del cuarto centenario del Quijote. Se escribirán muchos en los próximos meses, denostando incluso a quienes a propósito del Quijote congestionan el mundo con sus publicaciones y contribuyendo con sus denuncias un poco más a la congestión. Que no cunda el pánico. De estos artículos y libros, unos serán inteligentes y otros en absoluto, muchos serán inanes y unos pocos, por el contrario, nos resultarán estimulantes y tónicos. A estas alturas, Cervantes y Don Quijote han oído ya casi todo lo que se puede decir de un escritor y de una novela, y es bastante probable que así siga ocurriendo durante muchos siglos más. Entre enero y diciembre de 2005 tendrán lugar en medio mundo, ciertamente, cientos de actos, conferencias, representaciones, conciertos, discursos, verbenas, títeres y toda clase de homenajes a Cervantes y a Don Quijote, y como no podía ser de otro modo, unos estarán bien y otros serán disparatados; unos despertarán, ojalá, el interés por los libros de Cervantes, y otros, qué duda cabe, irritarán a quienes encontrarán en tanta fanfarria una razón estúpida para no tener que leerlos, que es en el fondo lo que acaso iban buscando.

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Este ambiente da para una cuantas jeremiadas. Entre éstas, tres son a mi juicio las más comunes. La primera es la que nos advierte de los oportunismos que al rebufo del Quijote habrá de sufrir la población. En 1905 se produjo en España el mismo clima de centenaritis que ahora, pero fue en 1905, al hilo de aquel centenario tan cuajado de misas solemnes y exaltaciones patrióticas, cuando se publicaron dos de los más hondos y hermosos libros que se hayan escrito jamás sobre el Quijote, Vida de don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno, y La ruta de don Quijote, de Azorín. ¿Fueron Unamuno y Azorín oportunos u oportunistas? Azorín publicó también incontables variaciones sobre los personajes cervantinos, y otro libro que tituló El buen Sancho (1954), de relatos, en el que recreaba, al margen de Cervantes y con permiso de los cervantistas y demás papistas del asunto, la figura del escudero en nuevas aventuras, dicho esto al paso de aquellos escrupulosos que en cuestiones de originalidad se la cogen con papel de fumar sin haberse enterado de que el propio Cervantes, como muchos otros autores de su época, echó mano de libros, leyendas o romances ajenos sin entrar en el "tuyo ni mío", y sin querer recordar, claro, que el propio Quijote es novela hecha de otras novelas anteriores a Cervantes, principalmente de caballerías, pero no sólo. Y eso fue así porque tal vez pensaba Cervantes lo que tres siglos después pensaría de Virgilio Antonio Machado, a quien éste confesó amar sobre otros poetas por haber incluido entre sus versos los de muchos autores sin haberse tomado la molestia de citarlos. Y ha de añadirse en este párrafo, porque viene a cuento y porque con ello queda introducida aquí la segunda jeremiada, algo sobre el caso Avellaneda y su Quijote apócrifo. A Cervantes le disgustaron las aventuras apócrifas que el solapado Fernández de Avellaneda le endosó al Quijote, sin duda, pero no tanto porque arremetiera aquél contra la vejez y la manquera de su autor, que también, sino por haberlo hecho, y de modo tan descosido, contra dos criaturas, el hidalgo y su escudero, que le habían nacido tan concertados y graciosos. Digamos que Cervantes no perdonaba a Avellaneda sus ocurrencias estúpidas y grumosas, sino haber levantado falsos testimonios contra Don Quijote y Sancho, agraviándolos con vilezas sin cuento. Claro que para apreciar esto hay que haberse leído también el Quijote de Avellaneda, donde aparece por cierto un personaje, don Álvaro Tarfe, que Cervantes roba a Avellaneda sin rebozo para incorporarlo a su propia novela y mejorarlo, como no podía ser menos, en muchos quilates.

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La tercera jeremiada hace referencia a los medios de comunicación y a lo que conocemos como cultura de masas. Suponen algunos que la proliferación de quijoterinas y cervantadas empachará a más de uno, después de que el rodillo quijotil o cervantesco les pase por encima, arrastrado por ese ejército de profesores, cómicos, académicos, literatos o, como leo en otro artículo de alguien de cuyo nombre tampoco logro acordarme ahora, de "eruditos y expertos, reales o sobrevenidos" interesados únicamente en ganar "tanta fama como dineros de la alargada sombra del Caballero de la Triste Figura". Se aseguraba en ese artículo, que supongo habrá proporcionado también a su autor si no fama sí algunos dineros, que "manosearán de tal forma el Quijote que milagro será si no han de transcurrir al menos diez años antes de que obra y autor se limpien de todo el tizne con que se ha empezado a embadurnar, y lo que nos queda". Vale la pena detenerse en el verbo manosear. Si se pasa del prólogo del Quijote, nos toparemos con uno de los fragmentos más propagados de ese libro, acertadísimo vaticinio de Cervantes sobre el futuro de su obra. Lo pone en boca de Sansón Carrasco: "Es tan clara [la historia de Don Quijote], que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: 'Allí va Rocinante". Se ve que Cervantes no le hacía ascos a ningún lector ni a ninguna parodia de su libro involuntaria o inducida, si venía de favorable arrimo. Tampoco parece que le importara mucho, al contrario, que se le trillara de acá para allá en trato indiscriminado, popular y democrático. Bien está que el que sepa, nos enseñe, pero en este negociado de Cervantes y Don Quijote todo lo sabemos entre todos y nadie tiene la última palabra, y menos para decirnos cómo ha de leerse "definitivamente" un libro que entiende todo el mundo, y cómo homenajearlo. Que cada cual lo lea y lo homenajee como le venga en gana, lo hagan Agamenón o su porquero.

Esta generosidad de Cervantes para no reducir su libro a hermenéuticas alambicadas ha hecho miles de lectores agradecidos y entusiastas, incondicionales y beligerantes, que no han tenido empacho en manosear, sobar y requetesobar el libro, lo mismo que los músicos, pintores, escultores, cineastas, actores, artistas y artesanos de todo género y de todas las latitudes y culturas que han querido mostrarle su gratitud de algún modo. En ocasiones los resultados han sido admirables y otras, no tanto, hablemos de una vitola de puro con escenas quijotescas o de un Don Quijote dando brincos por el escenario entre tutús, y todo ello, quiero creer, bueno o malo, habría contado con la comprensión y el agradecimiento del compasivo Cervantes, sabiéndolo bienintencionado.

Podríamos asegurar, sí, que la propia locura de Don Quijote puede o suele contagiar a algunos que por amor y fascinación se le acercaron. El Quijote es, con toda su finura y complejidad literarias e intelectuales, una obra destilada en las alquitaras silenciosas de la tradición, y por eso "salió" tan moderna, y si ha fascinado a los espíritus más enaltecidos y aristocráticos de todos los tiempos no ha dejado de conmover igualmente, aunque sea "de oídas", a las clases más populares, que a su modo no han olvidado nunca a Don Quijote, cuando otros, con mayores responsabilidades políticas, culturales o literarias lo hacían. Es probable que suframos este año no pocas acometidas deleznables a cuenta del dichoso centenario, y puede incluso que muchas de ellas no favorezcan la lectura de sus libros, pero no me cabe la menor duda de que en medio de todo ello hallaremos obras y manifestaciones de gran valor que contribuirán a mantener vivo el legado espiritual del Quijote entre aquellos que nunca lo han leído y que nunca lo van a leer, gentes a quienes tal vez se les alcanzará lo único que conviene no olvidar en este punto; a saber, "que Don Quijote, siempre del lado de los desamparados, no estaba del todo loco, y que Sancho Panza, siempre del lado de Don Quijote, no era del todo tonto", y que se puede ser una buena persona sin haber leído ese libro, y un pobre majadero sabiéndoselo de memoria.

Habrá quienes por preservar a Don Quijote de todo uso y abuso prefieran devolverlo a él y a Cervantes a su oscuro rincón de siempre, y no tanto porque no quieran que otros se lo manoseen, como por un atavismo de señoritos que les sale con Cervantes, que nunca lo fue, y por mantenerlo en usufructo exclusivo como una dehesa, en sus academias, en sus gabinetes de bibliófilos, en sus departamentos de universidad o en una pijotería irrendenta. ¿Quién o qué temen de Don Quijote? ¿Que su inocencia y su candor morales evidencien las podres componendas en las que viven? ¿Que su sentimentalismo deje al desnudo su falta de sentimientos? ¿Que el desinterés de su conducta señale sus conductas interesadas? ¿Que el prodigioso estilo sin estilo de su novela, sabroso como el agua, contraste con las prosas apelmazadas e indigestas? Podríamos suponer también que quieren escamotearlo por otra locura, igualmente propiciada por Don Quijote, que les lleva a querer encerrarlo en una torre, hurtándolo a todos con codicia, como si de una amante se tratara, pero la experiencia nos dice que la mayor parte de estos tales tampoco se han conducido con Cervantes o con Don Quijote con generosidad ni preocupado por ellos. Al contrario, bien por temor a contagiarse con lo que suponen la sífilis de su españolismo más o menos casticista, bien por ese esnobismo de no perdonar a Cervantes no ser de Stratford (y pienso ahora en aquel Borges que se jactaba de leer a Cervantes... en inglés, cuando había quienes, como Freud, para poder leerlo en la lengua en que fue escrito aprendieron humildemente castellano), bien por el recelo que despierta siempre quien sostiene su discurso en la solfa del puro sentir, bien, digo, por cualquiera de estos pruritos o por una sabia combinación de todos ellos, acaban por abandonarlo a su suerte en su torre o aborreciéndolo, como a esas fincas manifiestamente mejorables, al albur de la insidia, las disputas cervantistas y otras malas hierbas en que solemos dejarlo entre centenario y centenario.

En un país que adora cada día a sus escritores quevedescos (ya saben ustedes, aquellos que se ríen muy barrocamente, como Quevedo, de la cojera del vecino), nunca agradeceremos lo bastante, aunque sea cada cien años, a quien tan balsámico resulta con bubas y demás úlceras, sobre todo ajenas. En un país que se perece por los juegos de palabras y los ejercicios de retórica (el arte de llamar corcel al caballo y cortar pelos oxonienes en tres), nos resulta de gran alivio ver llegar desde lejos a ese hombre que escribió desafectado y con una naturalidad inigualable.

Lleguen, pues, centenarios y conmemoraciones; caigan ediciones del Quijote, buenas, malas, eruditas y populares, de lujo y de quiosco. Ármense todos los tinglados que quieran, hágase el milagro, y háganlo el diablo, los políticos, los académicos, los horteras, los oportunistas y los oportunos, los sabios y los ignorantes. Es preferible, sí, un millón mal gastado en Cervantes y en Don Quijote que un solo euro en la guerra de Irak, por poner un ejemplo. Y no sufran los pulidos con el tizne, que, como decía aquel a quien quisieron afrentar emporcando el nombre de su padre, el Quijote es lavable. No se empachen los sutiles: para leer a Cervantes sólo hacen falta ganas, y éstas, teniéndolas, no las puede quitar nadie, porque las cervantadas y quijoterinas no son de ahora y sí tan viejas como el mismo Don Quijote. Aquí seguirá este libro con todos nosotros otros cien, otros mil años, bastardeado o enaltecido, y aquí seguirá él, Don Quijote, incólume, ajusticiado y justiciero, alentador, enamorado, humildista y pedantófobo, generoso, desinteresado, soñador y libertario, paseando su enseña por el mundo de modo tan suave como irreductible: "Quien puede, quiera. Quien quiere, pueda".

Andrés Trapiello es escritor.

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