Papeles para la paz
De entre las controversias más indignantes y falaces que anidan en el país durante los últimos años está, sin duda, la polémica de la devolución de los mal llamados papeles de Salamanca. Un cuarto de siglo de constitución democrática debería haber sido un espacio temporal y político suficiente como para abordar la cuestión en los parámetros de civilidad exigible a unas instituciones que vienen obligadas a cerrar definitivamente unas heridas profundas que sangraron la vida de millones de ciudadanos.
Hace unos meses, cuando las Cortes Valencianas acordaron por unanimidad de todos los grupos parlamentarios, la devolución de los documentos almacenados en el archivo de Salamanca a sus legítimos propietarios, se mandaba una señal luminosa de esperanza para una sociedad sin rencor. Se manifestaba la voluntad de poner punto final a una historia de vencedores y vencidos. Se escribía una página para el restablecimiento de la dignidad.
El oasis devino espejismo pasados unos días y, primero Camps en Madrid y luego, su portavoz en Castilla-León, anunciaban que el gobierno valenciano desobedecería el mandato del parlamento y, por tanto, no sólo no pediría los legítimos documentos valencianos existentes en el citado archivo, sino que se alineaba en la posición más demagógica, más intransigente, reivindicadora de la doctrina del justo-derecho-de-conquista.
Éste no es un problema archivístico. Estamos hablando de las consecuencias de una posguerra en la que se incautaron en muchos casos, bienes, patrimonio y lo que es peor, la memoria de los vencidos.
En las cajas del almacén han permanecido durante años y años documentos de ayuntamientos, cartas de amor, escrituras de proyectos de vida truncados, los archivos de partidos y sindicatos. No se puede hablar de unidad de archivo cuando el concepto y el sujeto emergen desde un origen de expolio y dolor. ¿De qué unidad de archivo se presume?
Éste -no se equivoquen- es un problema hondamente político. Se trata de saber si tras 25 años de democracia en este país se puede hacer justicia y reconocer a las personas que legítimamente defendían el orden constitucional del 31; a los partidos y sindicatos democráticos que defendían la legalidad; a las instituciones democráticas el derecho a recuperar su memoria, su dignidad.
¿Podremos de una vez por todas reparar tanto desprecio, tanta humillación sin que nadie se sienta agredido?
La actitud del presidente del Consell merece una doble consideración a cuál más significativa de su actual orientación en el manejo de los asuntos públicos de los valencianos. En primer lugar, actúa abiertamente en contra de lo decidido por las Cortes Valencianas a quien debe el máximo respeto. ¿Cómo se puede digerir en un sistema parlamentario semejante desparpajo? La declaración de rebeldía del gobierno al acuerdo del legislativo -sin ningún sonrojo, sin la más mínima explicación- sólo cabe entenderla desde el desprecio profundo por el papel de las Cortes en el entramado institucional que proclama ese estatuto que ahora pretendemos reformar. Ni los rifirrafes continuados en el seno de esa formación conservadora podrían explicar semejante juego de salón que sólo tiene como acreedores a los eternamente vencidos.
Pero, en segundo lugar, pone bien a las claras qué piensa el señor Camps. Su actitud evidencia qué se esconde tras las buenas palabras. Un año ha sido suficiente para saber que no ha habido ni giro al centro, ni respeto a la coherencia de las cuentas públicas, ni impulso valencianista.
El presidente, despreciando al parlamento, se sitúa en el frente del rencor, en la validación de un arrebato ilegal bajo supuestos que nada tienen que ver con la cultura porque en su nombre nadie podrá defender jamás la usurpación ni la recreación de la historia a beneficio de inventario.
¿O quizás cabe interpretar esta concesión como parte del botín del eje de la prosperidad trazado desde Génova y glorificado por Camps?
La insensibilidad para reconocerse en la historia más próxima de la Valencia republicana desmiente cualquier atisbo de nuevo tiempo en la derecha regionalizada.
No le den más vueltas. Todos sabemos lo que pasó -muchos lo sufrieron y aún hoy causa dolor- y ya es hora hace tiempo de devolver la paz a los papeles y a las conciencias.
Joaquim Puig es vicepresidente segundo de las Cortes Valencianas.
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