Sociedad y clase política
La comparecencia de doña Pilar Manjón ante la Comisión parlamentaria del 11-M ha puesto en evidencia a la clase política, al dejar patente la enorme distancia que la separa de la sociedad que dice representar. El haberse encerrado en un mundo propio, en el que prevalece una fuerte endogamia, sin apenas comunicación con el exterior, tal vez explique el que muestre un nivel intelectual y moral muy inferior a la media. Es algo que, lejos de ser exclusivo de España, se observa desde hace bastante tiempo en otros socios de la Unión. En 1992, los sociólogos Erwin y Ute Scheuch publicaron un libro, que produjo entonces un cierto revuelo, sobre los motivos por los que en los partidos ascienden los menos capaces, que, al carecer de alternativas en la vida civil, suelen destacar por su fidelidad y constancia; o los más inmorales, que, formando a menudo clanes cerrados, saben recurrir a todas las artimañas para promocionarse.
En las encuestas, los políticos son el grupo con más baja credibilidad, hasta el punto de que el ciudadano europeo considera que mentir es parte integrante de la naturaleza del político. Así como Felipe González y los suyos siguen negando hasta el día de hoy que incluso los condenados por sentencia firme tengan algo que ver con los GAL, o con el uso indebido de los fondos reservados, José María Aznar y los suyos niegan la evidencia de que entre el 11 y el 14 de marzo trataron de desinformar a la opinión pública, al insistir en una "línea de investigación de ETA" que no pudo existir por faltar hasta el indicio más insignificante en que basarse, tratándose en el mejor de los casos de una opinión favorecida por los antecedentes y por el deseo vehemente de que así fuese, pero que se desvaneció, a más tardar, la noche del 11 de marzo.
Tan proclive es el político a mentir que termina creyendo sus propias mentiras. La antigua República Democrática Alemana se derrumbó como castillo de naipes, al actuar los dirigentes como si fuera verdad la propia propaganda. La mayor parte de la población era consciente de que a la mayor brevedad había que llevar a cabo reformas, menos la gerontocracia gobernante, convencida de que para salir del atolladero bastaba con las viejas políticas. También el ex canciller Kohl estaba tan persuadido de las virtudes milagrosas del capitalismo que eliminó de un plumazo la economía estatalizada, aun al precio de arrasar toda la infraestructura industrial, porque en poco tiempo las fuerzas del mercado producirían una prosperidad generalizada. Hasta tal punto se tiene asumido que el político miente (aunque a menudo más bien se autoengaña) que en las democracias más curtidas se expulsa inmediatamente de la vida pública al que se le pille en una mentira: en pro de la credibilidad del sistema, lo menos que habría que pedir es que no se note cuando miente.
No quiero caer en el discurso fácil, con sus ribetes demagógicos, contra los políticos y los partidos, pero averiguar el porqué de este desfasamiento entre la clase política y la sociedad es de tal importancia -nos jugamos el futuro de la democracia- que con el fin de proponer algunas medidas que pudieran servir de correctivo, no puedo menos que traerlo a la plazuela pública que es el periódico, pese a que en un artículo no quepan más que unas primeras impresiones sobre un tema que la sociología ha elaborado con gran detalle partiendo de una enorme copia de datos.
La primera causa que salta a la vista del aislamiento creciente de los partidos en relación con su entorno social se debe a que el modelo de partido de masas que introdujo el movimiento obrero hace poco más de un siglo, reproducido después de la II Guerra Mundial por la democracia cristiana y los partidos populares conservadores, está por completo superado, aun cuando todos hacen como si estuviera vivo, al no haber tenido descendencia. El partido de notables, propio del siglo XIX, sin duda encajaría mejor en las estructuras oligárquicas de estas organizaciones, pero es inaceptable en el mundo de hoy. Los modelos de que disponemos ya no empalman con la sociedad actual, pero no tenemos otros con que sustituirlos, de modo que los partidos queden obsoletos en un sistema político que gira en torno a ellos.
A esto se añade como segunda causa que la confrontación ideológica ha perdido contenido y fuerza y, pese a que siga siendo el factor principal de adhesión, cuenta cada vez menos la línea divisoria entre derecha e izquierda. Además, tercer factor, cada vez resulta más difícil encontrar un quehacer para los que a lo largo del siglo XX han pasado de militantes a simples afiliados, para terminar hoy de comparsas. Sin función específica, el afiliado es en el fondo una carga para los dirigentes que, aparte de utilizarlo como público jaleante, no saben qué hacer con él. En estas circunstancias se hace muy difícil, no ya penetrar en la sociedad, sino incluso conservar a los afiliados, con excepción de aquellos tan ingenuos como para creerse los mensajes ambiguos o contradictorios de los partidos, o que buscan entretenimiento y compañía (la mayor parte de los afiliados pasan de los cincuenta) o bien, y éstos son los menos, pretenden hacer carrera política. Al fin y al cabo, sólo cabe dedicarse a la política -y no faltan los que tienen auténtica vocación- perteneciendo a un partido. Ahora bien, los que emprenden este camino saben que han de comportarse de tal forma que puedan ser cooptados desde arriba. Lo usual es vincularse a un clan interno que capitanea algún político en la cúspide, con lo que la carrera personal depende de la del jefe elegido.
Desde el interior de los partidos difícilmente cabe conectar con la sociedad, y si alguno lo consigue, podría incluso ser el hecho decisivo que impida entrar en una lista electoral. No se quiere a gente con un radio de acción propio. Los que se cuelan por vez primera suelen ser unos desconocidos, pero con el aprecio de los que mandan, lo que al final lleva a que aumente la distancia entre candidato y entorno social. Sea cual fuere su inmersión en la sociedad, va a tener escaño o no, según el partido que lo presente y el puesto que ocupe en la lista.
Cooptado desde las cúpulas de los partidos, se puede llegar al Parlamento sin el menor contacto con la sociedad, pero no se crea que en esta alta función de representar a la ciudadanía se le abran mejores oportunidades de conectar con la gente. Nuestros diputados no lo son de un distrito que los haya elegido y ante cuyos votantes sean responsables. Seguir figurando en la lista, en definitiva lo único que les importa, no depende de la relevancia social del trabajo efectuado, ni de las relaciones que como diputado haya podido establecer con su entorno social, sino sólo y exclusivamente de la opinión que de él tengan los jefes. Recientemente, un diputado de un Parlamento de un Estado federado, a una pregunta sobre un tema de educación, contestó diciendo: "Si les digo lo que pienso, pierdo mi puesto, y si les cuento lo que quisieran oír mis jefes, mi reputación".
En efecto, la única posibilidad de sobrevivir en política, una vez llegado al Parlamento, es permanecer callado a la espera de llegar un día a la cima. Ejemplo cabal de tan sabio comportamiento nos lo ha dado nuestro actual presidente del Gobierno. Pasó catorce años de diputado antes de ser elegido secretario general sin que se recuerde un discurso parlamentario que hubiera llamado la atención, ni una manifestación pública de lo que pensaba en las cuestiones en litigio dentro y fuera del partido. Por mi cuenta he averiguado que no acudió a la prisión de Guadalajara para la mascarada de la despedida de delincuentes convictos, lo que valoro muy positivamente, pero también cómo y en qué circunstancias se descabalgó de los guerristas, con parte de cuyos votos luego salió elegido secretario general. Todo indica que supo moverse con inteligencia y discreción en el interior del partido, y la forma tan sagaz como se hizo con el poder revela que conoce muy bien sus entresijos, pero lamentablemente la ciudadanía ni de lejos barruntaba el tesoro que nos reservaba un futuro que nadie podía prever, y se encontró de sopetón con un desconocido del que nada se sabía, de modo que hemos pasado algunos años especulando sobre sus dotes. Claro que es muy distinta la imagen que obtenemos cuando seguimos a alguien en su ascensión que cuando se proyecta ya desde el poder. En el sitial todos parecemos más altos, más guapos y más inteligentes.
Empero, nadie puede reprochar nada al señor Zapatero, porque el diputado de base en nuestro Parlamento no habla, ni en Pleno ni en Comisión. Si ha llegado a formar parte de la lista por su prudente silencio, sabe que su deber es mantener el mismo respetuoso silencio en el Congreso. Recuerdo haber oído de niño en Radio París comentar a don Salvador de Madariaga que a los miembros de las Cortes de Franco se les llamaba procuradores, "porque procuran hablar sin conseguirlo". Valdría la pena comparar las no intervenciones de aquellos procuradores que destacaban por su silencio aprobatorio con la masa de los actuales diputados que pasan años en el hemiciclo sin poder estrenarse en el uso de la palabra.
En Parlamento y Gobierno en una Alemania reorganizada (1918), Max Weber escribe que "los parlamentos modernos son en primer lugar representantes dominados por la burocracia", la estatal y la de los partidos, pero únicamente pueden librarse de esta supeditación si cumplen su principal función, "seleccionar a las élites políticas". La política es lucha, y el político, a diferencia del burócrata educado en la obediencia, se distingue porque se atreve a romper los estrechos cauces que establecen las burocracias. Llama al Parlamento la palestra en la que ante la mirada atenta de la nación se combate con la palabra para así seleccionar a los más innovadores y audaces. No habrá que insistir en que el principio burocrático de silencio aprobatorio que rige en nuestros parlamentos constituye la negación misma del parlamentarismo.
Nadie negará que una de las preocupaciones dominantes de Zapatero desde que fue elegido secretario general, y que ha reiterado sin cesar desde que es presidente, es abrir Gobierno y partido a la sociedad. Uno no se libra de la impresión de que no deja de repetir a sus ministros y colaboradores un mismo consejo, abriros a la sociedad. El quid está en cómo lograrlo. Pues bien, no hay que cansarse de repetir que el camino que lleva a restablecer el contacto con la sociedad no pasa por tener en todo momento en la punta de la lengua la palabra ciudadanía, ni en promover a trochemoche referendos, ni en reunirse con las organizaciones no gubernamentales y preguntar a cada una lo que quieren. No consiste en escuchar un poco más, que siempre es bueno, aunque por esta vía muy pronto el Gobierno se vería desbordado ante el alud de demandas que se acumularían sobre la mesa. El único camino hacedero en una democracia parlamentaria es recuperar, en lo que todavía sea posible, la centralidad del Parlamento.
No se me oculta que la cuestión es de tanta envergadura como peliaguda y que, llegados al final, no cabe ni siquiera esbozarla. Permítaseme, no obstante, para terminar dos observaciones brevísimas. El primer paso imprescindible es una reforma del reglamento que facilite una mayor participación del diputado, de modo que el Parlamento pueda empezar a cumplir con la función principal de seleccionar a los líderes políticos. El actual presidente del Congreso, Manuel Marín, ha tomado la iniciativa para una reforma harto prudente que no encuentra demasiados apoyos en el grupo mayoritario. Una mayor agilidad parlamentaria favorece a la oposición, incluso la que podría formarse en el interior del propio partido, así que para el Gobierno de turno, que es el que tiene la mayoría, será siempre inoportuno emprenderla.
Pero de poco serviría una reforma del reglamento en la dirección debida si la cantera sigue siendo la misma. Lo esencial es una reforma a fondo de la ley electoral que haga posible que los candidatos se elijan por su presencia y reconocimiento social, y que directamente dependan del control de los electores, y no tan sólo de la fidelidad y obediencia a las cúpulas. Una reforma que acercara la sociedad a la clase política pasa por eliminar la provincia como distrito electoral, así como el sistema exclusivo de listas, sean éstas abiertas o bloqueadas.
Ni que decir tiene que la actual clase política no está dispuesta a suicidarse, abriéndose a la sociedad de tal modo que ésta tuviese algo que decir. Una voz como la de doña Pilar Manjón no la volveremos a escuchar en muchos años en el Parlamento y el discurso del "socialismo de los ciudadanos" se quedará en lo que es, mera retórica y, si Dios no lo remedia, seguirá creciendo el abismo entre sociedad y clase política.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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