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Columna
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Ni 'preventiva' ni 'rendición'

Mi gran amigo Carlos Mendo escribía ayer en este periódico que el Gobierno de Zapatero había hecho historia, pero con renglones torcidos, en el asunto de Gibraltar; que el hecho de que Madrid admitiera que los gibraltareños se constituyeran en parte y, por ello, con derecho de veto en las conversaciones sobre el Peñón, era una rendición unilateral, innecesaria y anticipada de los derechos de España a la Roca.

El anterior Gobierno inició un curso negociador que no carecía de interés. El planteamiento conducía, desde el punto de vista español, al ejercicio de una soberanía conjunta hispano-británica sobre ese pedazo de tierra gaditana por un plazo prolongado, pero finito, de años, de forma que a su término revirtiera al girón nacional. El plan no funcionó porque el Gobierno de Tony Blair, con el ingenio que caracteriza a una Albión que bautizaron pérfida, pretendía que esa soberanía conjunta fuera eterna, y que, a cambio, el Gobierno del PP renunciara formalmente a la plena recuperación de la Roca. Y no parece que, por el momento, un Ejecutivo español pueda hacer semejante cosa. Pero si el neolaborismo británico hubiera aceptado la posición de Madrid, lo único que habría pasado es que en el referéndum consiguiente -que Londres en todo momento se había comprometido a celebrar- los llanitos habrían dicho, con los abrumadores números habituales, que naranjas de la China a hacerse españoles.

Eso es un auténtico poder de veto, que cualquier Gobierno de las Islas ha otorgado y es de suponer que seguirá otorgando a los habitantes del Peñón. Más aún; en todas las negociaciones anteriores, bajo Gobierno democrático en España, ese veto ha existido con la única diferencia de que se habría ejercido, si alguna vez hubiera llegado el caso, después y no durante las conversaciones hispano-británicas. Lo único que ha hecho, por tanto, el Gobierno de Zapatero es reconocer la realidad tal cuál es, y ahorrar a los que sientan la pérdida de Gibraltar, un inútil compás de espera. Y, por añadidura, el gesto español es estupendamente democrático, puesto que, así, se admite que las preferencias de los gibraltareños son primordiales para la solución del conflicto, y que España ni puede ni quiere recuperar el territorio contra la voluntad de los principales interesados.

Pero que nadie se haga ilusiones con la negociación actual o futura. Gibraltar no es Hong-Kong, ni España, China, porque Pekín habría invadido la colonia si Londres se hubiera negado a la restitución, lo que, obviamente, es impensable en el caso español. España no recobrará -¿jamás?- la Roca, si no se producen antes cambios sustanciales, que, por otra parte, no se ven en lontananza alguna, en la naturaleza misma de la colonia británica.

Los llanitos nunca querrán ser españoles porque viven de no serlo; de una frontera que los separa de España. Aparte de lo que, con un candor que sorprende, la prensa británica suele llamar lealtad inquebrantable -unflagging loyalty a la Corona- de los gibraltareños, éstos viven de que haya una divisoria: la que explica que haya una base militar de Londres; un sustancioso contrabando, lesivo para España; unas franquicias de puerto libre; y, en general, una ciudadanía que, contrariamente a lo que cree la inmensa mayoría de los británicos, no es descendiente de los habitantes del minúsculo territorio cuando en 1704 un almirante Rooke ocupó el rocoso promontorio, sino de una rebatiña de súbditos de Su Graciosa Majestad, recogidos de todos los rincones del Mediterráneo. ¿Por qué habrían de querer ser españoles los que nunca lo han sido y, además, se ganan la vida por el hecho de que no lo son?

El ministro Moratinos sabe de sobra que no hay nada que hacer, pero una especie de reflejo de Pavlov de la política exterior española, le obliga a realizar los gestos apropiados a esa reivindicación, como quien inicia un rigodón cuando suenan los acordes de ese baile de corte. El problema de Gibraltar es real, pero hay que relativizarlo. Por él nadie ha de pronunciar una palabra desde la ira. Y, quizá, si un día llega a existir la Europa política, la desaparición, algo más que económica, de sus fronteras, acabará por reducirlo a la nada. Todo lo demás es literatura y el veto gibraltareño, una realidad permanente, que ahora España reconoce, sin que eso haga que cambien ni poco ni mucho las cosas.

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