Lizarra después de Lizarra
Estamos ya en los últimos estertores de la primera fase del Plan Ibarretxe, la que quizás nos conducirá, el 30 de diciembre, al mayor dislate de la historia parlamentaria vasca, de por sí no muy abundante en actos de cordura. Transcurridos al menos tres años largos desde que esta historia empezó, conocemos no sólo la propuesta, también cómo la han gestionado sus mentores, qué límites políticos y éticos se han impuesto, qué acuerdos han buscado y cuáles no. Tenemos, pues, elementos suficientes para interpretar de forma fiable en qué consiste, qué busca, adónde va.
Por lo que luego se dirá, puede sostenerse con alguna seguridad la afirmación inicial de que este mes concluye la primera fase del Plan, en la intención de quienes lo impulsan. A estas alturas, todo indica que la clave de éste no reside en la búsqueda de la "libre asociación". La propuesta de un "Nuevo Estatuto" cumple una función instrumental, es un medio (la forma de crear una plataforma política) y no un fin real (alcanzar la próxima legislatura un nuevo estatus político para el País Vasco).
Nadie con un conocimiento mínimo de la correlación de fuerzas en el País Vasco y de la situación política española (la anterior y la actual) puede imaginar ni por asomo que, por muchas vueltas que esto dé, el "Nuevo Estatuto", lleno de previsiones extravagantes, pueda convertirse los próximos años en una realidad. Y los nacionalistas suelen conocer el paño de las correlaciones políticas.
Tal y como está redactado, sin privarse de ningún vericueto en el que pueda tropezar un proyecto, sino entrando en todos, aunque sean irrelevantes en la definición final, difícilmente puede sostenerse que esté concebido para ponerlo en práctica. El Plan, se dice además, debe negociarse en algún momento, pero la redacción no sugiere que se haya concebido con tal fin: nadie hace un articulado tan extenso, minucioso, detallado y prolijo para negociar después en su día, punto a punto, su transformación en camino a medias; sería complicarse inútilmente la vida.
Este texto no es un proyecto. Tiene más bien las características de una propuesta programática para crear una plataforma política: definición ideológica (de máximos), radicalismo político, desarrollo prioritario de principios, olvido del pragmatismo. Tiene otras dos notas chocantes. En el texto, lo prioritario no son más competencias, ni más autogobierno, sino una legitimidad diferente incluso para el que ya se ejerce; busca más autogobierno, pero sobre todo incluye definiciones ideológicas. Y no cumple la función de prestigiar al nacionalismo en algún foro nacional e internacional, por una presunta incomprensión española a la Causa Vasca. Algunas previsiones son insensatas (la idea de que el Parlamento vasco tome decisiones que aten al Parlamento y al Gobierno español en determinadas materias es absurda) y otras rozan la barbaridad: el propósito de crear dos nacionalidades en el País Vasco, vasca y española, presentado como algo inocuo y casi divertido, es una de las especies más peligrosas esbozadas en Europa en tiempo; hasta sorprende que se haya puesto por escrito. El preámbulo, que entra en disparatadas disquisiciones sobre la territorialidad sólo aptas para especialistas, con alusiones al País Vasco francés y a Navarra que no tienen desperdicio (tampoco las que atañen a la Comunidad Autónoma), raya en lo risible. Desde luego no popularizará la causa vasca allende nuestras fronteras. Tampoco aquende. Quizás sea el párrafo político más raro que haya habido en el País Vasco nunca, al menos de los de alguna importancia.
Suponer que la dirección del nacionalismo cree que esto puede ver la luz mientras el mundo político sea como lo conocemos es subestimar su capacidad de análisis. Y no hay que olvidar que el PNV lleva más de cien años en sus propósitos y que, en conjunto, se ha desempeñado bien. No le es propio, por otra parte, hacer brindis al sol. Basta repasar su historia para comprobar su coherencia interna, el mantenimiento durante décadas de unos mismos objetivos, así como su escaso gusto por la improvisación. Eso sí, para los acostumbrados a partidos modernos resulta de comportamiento extraño, pues no se mueve conforme a los parámetros habituales. No sólo es un partido de cien años: es un partido de hace cien años. Es diferente, porque en su sentir encabeza una comunidad nacional.
La idea del PNV como encarnación de la nación es la clave que explica el Plan, su contenido y su gestión. No busca prioritariamente la libre asociación (no dirían que no, si cayese; pero no es su principal objetivo), sino la reconstrucción política del nacionalismo vasco, que en el concepto del PNV constituiría avance fundamental en la construcción de la nación vasca. Lo importante no es la imposible libre asociación, sino que esta idea actúe como bandera para todo el nacionalismo. Un nacionalismo vasco con un solo programa: esto no se ha visto desde mediados de los años sesenta. Además, en pos del Gobierno vasco que dirige el PNV. ¿Desde su punto de vista, no sería un progreso transcendental en la construcción nacional?
Todo ha girado estos años en torno a esa cuestión, aunque se haya enmascarado al Plan como oferta a toda la sociedad vasca. La oferta programática es sólo para la comunidad nacionalista; sus extrañas previsiones, sólo entendibles por los nacionalistas. Así, el Plan Ibarretxe es continuidad neta de los años de Lizarra. No, como se ha afirmado, "ni Ajuria Enea ni Lizarra", sino Lizarra después de Lizarra, y a palo seco. Es decir: la construcción de la nación vasca mediante la unión nacionalista y el uso de su hegemonía en la sociedad vasca para transformarla. Con una novedad: la dirección del conglomerado Lizarra corresponde al Gobierno vasco y no a aquel conglomerado de partidos y organizaciones nacionalistas. En lo demás, estamos donde estuvimos.
El Plan tendrá éxito, en este concepto, si consigue aglutinar a todo el nacionalismo. Lo que pase con los demás vascos y con la libre asociación es muy secundario. Así, el problema de estos años ha sido no el de conseguir apoyos fuera del nacionalismo -se ha rehuido cualquier diálogo con ellos para modificaciones estatutarias-, sino lograr la aquiescencia del nacionalismo radical al programa que supone el Plan y al liderazgo del PNV. Probablemente, con la ilusión de que Batasuna pudiera funcionar con alguna autonomía, y hasta desgajarse de la organización madre. Como esto no sucede, se sobrepasan los límites éticos y, llegados a este punto, la situación es clara: concluirá con éxito la primera fase del Plan (de reunión nacionalista bajo un proyecto común) si ETA admite que Batasuna lo apoye. Lo de Ezker Batua, que en este asunto hace de tonto útil, no cuenta, pues su apoyo es irrelevante para el fin fundamental de reunir a todos los nacionalistas vascos.
El apoyo de Batasuna al Plan parece ya preparado, pero a ver si ETA les acaba dejando. Están, en el texto, las abundantísimas concesiones ideológicas al nacionalismo radical. Y, por parte de éste, está la conmovedora escena de Anoeta. Pese a la pobreza de las novedades que se oyeron, a sus seguidores, a quienes fue dirigido, pudo darles la sensación de que sus dirigentes saben por dónde van cuando den el volatín del 30 de diciembre, si lo dan. Y es que el apoyo del nacionalismo radical al proyecto plantea un problema: existe ETA, y mantiene mando en plaza. No sería de extrañar que aspire a una presencia más activa en la "unidad nacionalista". De ahí su rentrée los primeros días de diciembre: no sólo para compensar con la cal la arena de Anoeta y demostrar a los suyos que a Dios rogando pero con el mazo dando (dar: aquí, extorsionar, matar, etc., la seña de identidad de ETA) y que siguen coaccionando a la sociedad. También para que cuando el PNV-EA el 30 de diciembre tenga los votos de la "izquierda abertzale" -si la organización se decide en este sentido- haya conseguido, tras buscarlos, los de un movimiento incapaz de condenar la violencia o una muerte. Para que luego, al acabar la sesión, todos aplaudan, para vergüenza suya, los votos de quienes se identifican con el terror. Quizás sea lo que tendremos: unidad nacionalista, construcción nacional con definiciones radicales, dirección política del PNV y la destrucción ética que aportan ETA y los suyos. Por eso era, para ETA, imprescindible actuar en diciembre. Ojalá las cosas se queden ahí.
Es seguro que esta evolución violenta de los acontecimientos disgusta al PNV, que hubiera deseado reconstruir la unidad nacionalista sin estos costes éticos, pero es lo que tiene encima, el círculo del que no consigue salir..., porque no tiene salida. Pues ETA existe y acabará manchando cualquier iniciativa que no pase por el repudio constante, a ETA y a quienes le jalean o comprenden.
Con esos mimbres proseguirá después del 30 de diciembre nuestro proceso de construcción nacional, ahora desde la unidad nacionalista, si el Plan alcanza ese día el éxito que busca desde hace tres años. Los pasos posteriores están ya previstos. El siguiente empieza en la primavera de 2005 y es el de confrontación política de la comunidad nacionalista (identificada simbólicamente con todo el País Vasco tras la votación parlamentaria) con el Estado. Después, cuando se evidencie lo que todo el mundo sabe, que el Parlamento español, terco, no se doblega, llegará el momento decisivo: el de escindir con una especie de referéndum a la sociedad vasca, entre nacionalistas y no, entendiendo que la comunidad nacionalista, unida, se impondrá, no sólo políticamente.
En el Plan no figura qué viene después. No hace falta, porque su función es ser la bandera de nacionalistas, no proyecto a realizar. Es muy secundario que éste se desarrolle o no: lo importante es afianzar al nacionalismo como una comunidad nacional unida. Lo demás, en este concepto, llegará inevitablemente, por añadidura.
Manuel Montero es catedrático de Historia Contemporánea, ex rector de la UPV-EHU y autor, entre otras obras, de La construcción del País Vasco contemporáneo.
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