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Columna
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Dios y otros misterios

Rosa Montero

Aunque soy agnóstica y vivo completamente al margen de cualquier divinidad y religión organizada, siempre me han parecido conmovedores los ímprobos esfuerzos del ser humano por intentar definir o encontrar a Dios. Esfuerzos todos ellos bastante patéticos, porque Dios es un sinónimo del misterio de la vida, de la inaprensible enormidad del mundo vista desde nuestra pequeñez irremediable, y todos los dioses que los humanos hemos creado no son sino desesperadas traducciones, siempre insuficientes y reductoras, del colosal enigma de la existencia.

Hay tantas ideas y representaciones del Ser Supremo como millones de individuos existen y han existido sobre la Tierra. Por ejemplo, Spinoza dice que Dios es peor que malo: es indiferente. Una frase fríamente angustiosa que habla de nuestra dificultad para aceptar el horror y el dolor. El romano Plinio ofrece un concepto más consolador: "Dios significa para un mortal ayudar a otro mortal, y este es el camino para la gloria eterna". Creo que puedo compartir este punto de vista. Los humanos estamos tan necesitados de nombrar lo Absoluto que incluso los ateos y los agnósticos solemos tener alguna idea con la que sustituir la presencia de lo divino. Puede ser el humanismo, la sabiduría, la maduración personal, la solidaridad, la revolución, la belleza, el arte, incluso el amor carnal… Todos nos esforzamos en encontrar algo que justifique el vacío y el vértigo de la vida.

Algunas personas llevan esta necesidad de lo religioso hasta extremos ridículos. Una norteamericana estrafalaria acaba de subastar en Internet una tostada milagrosa. Todo empezó en 1994, un día que a la mujer se le ocurrió prepararse un sándwich de queso y margarina. Ya le había pegado el primer mordisco cuando vio que, dibujada en claroscuro sobre el pan requemado, se veía la cara de la Virgen. O de algo que podía ser tomado por una Virgen, si uno tiene verdaderas ganas de encontrar milagros en la superficie de una tostada torrefacta y pringosa. Emocionada, la mujer guardó el pedazo de pan mordido, que permaneció incorrupto todos estos años y que le permitió ganar miles de dólares en el casino, al que acudía siempre acompañada de la grasienta reliquia. Debe de ser famosa en las salas de juego.

El mundo es tan grande, y la vida tan chica, que los humanos nos sentimos perdidos y confusos. Nos inventamos divinidades para tratar de entender lo inexplicable, pero también para que nos protejan y nos ayuden. Esta vertiente utilitaria (la tostada portentosa que sirve para ganar a la ruleta) es algo esencial en todas las religiones. Santos a los que encomendarse en momentos de apuro, Vírgenes que curan enfermedades, Dioses que te dan la victoria en una guerra. Durante siglos, la Humanidad no se pudo pensar a sí misma sin un marco religioso que hiciera más manejable la vastedad del mundo. En la Edad Media, por ejemplo, no había ateos… la vida era inimaginable sin un Dios. Pero luego los dioses empezaron a morirse socialmente. Y no pasó nada. Lo más interesante es que se puede vivir sin Dios, y sin que eso suponga ningún derrumbe de los valores morales, como Darwin se temía en 1859, cuando publicó El origen de las especies. De hecho, le daba tanto miedo la supuesta debacle ética en la que podría caer el mundo sin las muletas de la fe religiosa, que tardó 22 años en publicar su teoría evolucionista, que contradecía las creencias cristianas de la época. Sin embargo, ni las sociedades se hunden tras la muerte de Dios, ni los pueblos se degüellan los unos a los otros (o al menos no más que antes), e incluso el declinar de lo divino ha coincidido con una mayor construcción de lo cívico y de los derechos individuales. Después de tantísimo necesitarlo durante milenios, resulta que podemos apañárnoslas sin Él.

Recientes investigaciones han demostrado que en el lóbulo temporal izquierdo de nuestro cerebro, un poco por encima de la oreja, hay un puñadito de neuronas que tienen especial afinidad con lo divino, porque cuando esa zona de la sustancia gris sufre alguna lesión, los individuos manifiestan fuertes tendencias místicas, visiones, raptos religiosos. Digamos que, si se hiperactiva patológicamente esa parte de tu cerebro, ves a Dios. O lo que es lo mismo: Dios vive dentro de nuestras cabezas. Imagino cada cráneo como un vasto universo, una flotante oscuridad encendida aquí y allá por el relampagueo eléctrico de las sinapsis; y, en mitad de esa pequeña enormidad, está sentado Dios. Sobre la oreja. Qué mayor misterio, qué mayor milagro que todo esto.

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