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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

En estado puro

Como no hay mejor manera para seguir adelante que mirar de vez en vez hacia atrás, Alfaguara celebra ahora su cuadragésimo aniversario lanzando una nueva colección -Clásicos Modernos- que recoge sus grandes éxitos del pasado. De los cuatro primeros títulos -Diderot, Conrad, Manzoni y Trollope- me permito elegir el primero, no sin añadir que nos llegan de antiguas ediciones de la casa, sobre todo de las que una de sus eminentes mentes grises (la editora Felisa Ramos, su inolvidable gran inspiradora de entonces) lanzó en la segunda mitad de los ochenta del pasado siglo, bajo el título de Alfaguara XIX, con espléndidas traducciones de Félix de Azúa, Alejandro Gándara, Esther Benítez y José Luis López Muñoz, según el orden de los autores citados, que vertieron de impecable manera Jacques el Fatalista, Victoria, Los novios y El custodio, sólo lamentando que no se recuerde el pasado del todo bien incluyendo explícitamente las fechas exactas de sus ediciones respectivas, pues creo que si no se recuerda el pasado como verdaderamente pasó, se convierte en un queso de gruyère, como si nuestro cerebro fuera objeto de la enfermedad de las vacas locas, esa manifestación tan parecida a un alzheimer bien llevado. He elegido a Diderot como el más antiguo de los cuatro títulos y la mejor representación de la primera modernidad de nuestra literatura actual, por tratarse de la máxima Luz de la Ilustración, esto es, de lo que después conocemos como el Siglo de las Luces, por lo que es sin duda alguna la verdadera Luz de las Luces de que podemos disponer. Para comenzar una colección titulada Clásicos y Modernos se ha empezado creo que por su verdadero principio.

JACQUES EL FATALISTA

Denis Diderot

Traducción de Félix de Azúa

Alfaguara. Madrid, 2004

350 páginas. 14,50 euros

Además, la vigencia de Di

derot -ese gran autor sin ninguna "obra maestra", el campeón de la dispersión- ya está tan establecida como la de los más grandes. Fue durante un cuarto de siglo el verdadero creador de la Enciclopedia, a la que sacrificó su obra propia, que dispersó en múltiples fragmentos a veces muy escondidos, pero este año La Pléiade le ha dedicado su álbum anual, porque al final se ha decidido a sustituir las antiguas Oeuvres que André Billy le dedicó en un solo volumen en 1936 por los cuatro tomos que a partir de ahora, dirigidos por Michel Delon, han empezado por el de Contes et Romans que apareció a principios del verano. Lamentando que la edición crítica de su "obra completa" en 33 volúmenes, dirigida por Herbert Dieckmann, Jacques Proust y Jean Varloot, no haya concluido su trabajo, que se prolonga ya desde 1975. De Azúa utilizó para esta edición de Jacques el Fatalista las de Bénac (1951), Belaval (1953) y Vernière (1970), vigentes entonces, aunque después han aparecido nueve más, culminando con la última de Henri Lafon para el citado volumen de Delon en La Pléiade, lo que le hubiera afinado algunas notas, como la imprecisión al citar a Madame Riccoboni, ex actriz de teatro y excelente novelista dieciochesca, hoy recuperada por las imparables feministas.

Jacques el Fatalista es una gran novela tan compleja como magistral cuya inspiración procede de Cervantes, su técnica de Laurence Sterne, descosida y dispersa, por lo general dialogada (entre los dos personajes, el autor y otras voces), que lo mezcla todo (narración, teatro, ensayo) y termina con un brindis -creo- a nuestro Lazarillo. Es una monumental sátira de su tiempo, un ataque a sus pensamientos correctos, a la Iglesia y a toda suerte de autoridades, una proclamación del ateísmo de su autor, más determinista que fatalista en su completo materialismo. La versión de De Azúa es preciosa, aunque lamento que hubiera sustituido el "rollo" anterior por lo de "cilindro" (el original dice "rouleau", evocando los antiguos manuscritos en los que Voltaire y otros fijaban el "libro del destino", ilegible o escrito en blanco, imaginados como viejos rollos de papiros), lo que pertenece a la exhibición de la sabiduría juvenil del traductor, por otra parte intachable. Además, De Azúa escribió mucho sobre la Ilustración, las Luces y Diderot, y hasta presentó magistralmente El sobrino de Rameau por aquel entonces. Es, sin duda, uno de nuestros mejores y mayores ilustrados, aunque se le pasó el juego que entre la juventud representaría después lo del "rollo". Diderot escribió esta novela entre 1770 y 1779, la publicó a trozos, primero en aquel curioso periódico manuscrito que su amigo el barón Grimm -la Correspondencia Literaria- dirigía a las Cortes y círculos intelectuales europeos, y la fue corrigiendo y ampliando, pero sin llegar a publicarla definitivamente en vida. Apareció antes en alemán, donde su obra había inspirado a Hegel, siendo traducida por Schiller y Goethe. Eso hasta hoy, cuando sigue inspirando a Milan Kundera -que adaptó Jacques y su amo-, a Enzensberger y a Erich-Emmanuel Schmidt que le han homenajeado en El filántropo o El libertino. Diderot fue el ídolo de los marxistas ortodoxos, pero les ha sobrevivido muy bien, pues su obra nada tiene que ver con sus excesos posteriores. Es la modernidad en estado puro y lo del rollo posmoderno no ha podido con él todavía.

Denis Diderot retratado por Louis Van Loo (1767). Museo del Louvre.
Denis Diderot retratado por Louis Van Loo (1767). Museo del Louvre.

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