El triunfo de Stepanov
Estrenada en diciembre de 1949 en el teatro Hébertot de París, hace 55 años, Los justos, de Albert Camus, parece haber adquirido ya la imperecedera vigencia de las obras destinadas a convertirse en clásicos. Una vigencia que se manifiesta, entre otros múltiples signos, en la progresiva conversión de la historia que narran, siempre singular y limitada, siempre referida a un tiempo y un lugar precisos, en ejemplos de alcance universal, capaces de actualizar su mensaje en cada ocasión en que alguien vuelve a adentrarse en sus páginas, pasados los años y desvanecidas las circunstancias y preocupaciones que movieron al autor. Al igual que la mayor parte de los escritores que habían sobrevivido a la ocupación y la guerra, Camus seguía intentando en aquellas fechas extraer las enseñanzas de la violencia que había arrasado Europa, dejando sus ciudades en ruinas y diezmada su población. Pocos meses antes del estreno de Los justos había polemizado con François Mauriac a propósito del pacifismo y, en concreto, acerca de la conveniencia o no de aceptar la moral maniquea a la que empujaba la guerra fría, con insistencia creciente en uno y otro campo. Amparándose en el dilema de sus alternativas en blanco y negro, en el rigor sin escapatoria del conmigo o contra mí, algunos estrategas se referían, ya entonces, a la necesidad de emprender una "guerra preventiva" -ésa era la expresión exacta de Camus- para impedir que la Unión Soviética se hiciese con el arma atómica.
Y en un texto aparecido en Combat durante el mes de marzo, poco después de la polémica con Mauriac, había denunciado junto al poeta René Char la condena a muerte impuesta a dos soldados argelinos cuya compañía se había rendido al ejército alemán en 1940, acusados de deserción. Camus y Char enfrentan en unas pocas líneas -por lo demás, las últimas que el autor de Los justos publicaría en el periódico del que había sido editorialista y redactor jefe durante la Resistencia- la severidad de esta sentencia con la "moderación" de la dictada contra algunos generales franceses que, eso sí, ciudadanos indiscutibles de la metrópoli, no habían tenido sin embargo un comportamiento diferente en el momento de la derrota. Y más aún, unos generales a los que, siempre en la versión de Camus y Char, se procesaba bajo la acusación de "ofrecer sus servicios al enemigo, siendo prisioneros del ejército alemán". Los autores creían ver en este contraste radical, en este inequívoco agravio comparativo, un ejemplo de que, en la Francia de la inmediata posguerra, resultaba "extremadamente raro" que un argelino gozase de los derechos que le correspondían a todo ciudadano francés, "por más que esté obligado por los mismos deberes". Una "singular lección de moral", concluían los autores del texto de Combat, tanto para los franceses como para los argelinos.
En este ambiente fecundo y a la vez desolador, en el que, como en una inacabable y obsesiva pesadilla, un mundo recién salido de la violencia debía seguir reflexionando sobre la violencia porque a fin de cuentas la violencia continuaba presente, la atención de Camus recae sobre un acontecimiento de 1905, ocurrido en la Rusia de los zares. Deseosos de contribuir al definitivo derrumbe de la tiranía, un comando de jóvenes revolucionarios decide arrojar una bomba al paso del gran duque Sergei, tío de Nicolás II, aprovechando un recodo del trayecto por el que se dirigirá al teatro. El encargado de perpetrar el atentado, Kaliayev, se inclina por correr los riesgos de abortarlo en el último momento, aplazándolo para una nueva ocasión, cuando advierte que dos niños acompañan al gran duque en la calesa. Pese a la sumaria brevedad del relato, el gesto de Kaliayev resume, en su escueta noticia, décadas, tal vez siglos de controversia sobre el recurso a la violencia y sus límites, como un boceto que hubiese plasmado en pocos y certeros trazos un monumental fresco histórico. Camus hace arrancar su recreación teatral en los preparativos del atentado, con los jóvenes revolucionarios acudiendo a la cita en un apartamento próximo a la ruta del gran duque Sergei, desde cuya ventana pueden seguir la ejecución de sus planes. El reparto que Camus prevé para la obra se compone de ocho personajes, aparte de Kaliayev, y entre ellos decide introducir una mujer, Dora Doulebov, el papel que representaría María Casares. A ella le corresponderá incrementar la tensión dramática advirtiendo a Kaliayev de los escrúpulos que habrá de superar cuando descubra, un instante antes de cometer el crimen, que el gran duque mira con unos "ojos compasivos", o que se "rasca la oreja", o que tiene en la mejilla "un corte de afeitado", rasgos y gestos que, en su cotidiana simplicidad, recuerdan la condición del ser humano bajo los oropeles del título nobiliario y la posición social y de gobierno. "Oh, Yanek", dice Dora, "tienes que saber, tienes que estar prevenido".
Con demasiada frecuencia, las interpretaciones de Los justos se han concentrado sobre el episodio histórico que inspiró a Camus, el momento en que Kaliayev decide no arrojar la bomba ante la presencia imprevista de los niños. A lo sumo, se ha prestado atención al posterior cruce de argumentos entre los miembros del comando, una vez que Kaliayev, de regreso en el apartamento que les sirve de escondite y de cuartel, ha expuesto los motivos para permitir que la calesa del gran duque continuara indemne su camino. Desmentidas las acusaciones de cobardía que le han dirigido alguno de sus correligionarios, objetado el cargo de traición al sacrificio de los camaradas caídos que ha suscitado el líder Stepanov, la conversación de los revolucionarios se adentra en las posibles consecuencias de sus métodos sobre la configuración de la sociedad futura, que ellos desean libre e inocente. Stepanov, implacable, estima que la revolución, que la Idea, es siempre superior a los sufrimientos que pueda provocar su advenimiento y, por consiguiente, la muerte de los niños que acompañaban al gran duque no hubiera pasado de ser un detalle, por así decir, colateral. Kaliayev, por su parte, increpa a Stepanov, señalándole que en sus argumentos ve "anunciarse un despotismo que, si alguna vez triunfase, hará de mí un asesino cuando, en realidad, yo intentaba ser un justiciero". "Qué importa que no seas un justiciero", responde Stepanov. "Hágase justicia, aunque sea con asesinos". Del diálogo concebido por Camus va destilando entonces el convencimiento de que la conversión del justiciero en asesino, y del asesino en déspota, puede resultar inevitable; todo dependerá de los métodos a los que recurra.
Por esta sola y penetrante observación, por la palmaria nitidez con la que Camus alcanza a ponerla en escena, ofreciendo claves sutiles pero decisivas para comprender cómo la justiciay el terror pueden convertirse en cara y cruz de la misma moneda, la vigencia de una obra como Los justos, de una obra ya clásica como Los justos, resultaría perturbadora, inquietantemente ratificada, de ser leída con la atención que requieren los tiempos. Pero además de ratificada, la vigencia de Los justos resultaría además robustecida si, colocando en contexto el episodio de los niños que aparecen inesperadamente en la calesa, se atendiese a la totalidad del argumento, que Camus prolonga hasta abarcar las últimas horas de Kaliayev en prisión, después de haber perpetrado en un nuevo y definitivo intento el asesinato del gran duque Sergei, quien esta vez viajaba a solas. Y colocado en contexto el episodio de los niños, situado en el interior del entero entramado ideológico de la obra, es como mejor se aprecian y como cobran todo su sentido las reflexiones de Kaliayev acerca de una tentación en la que el lector de hoy encontrará, sin duda, no pocos rasgos conocidos, y para la que no parece existir explicación: la tentación del asesino de quitarse la vida en el mismo instante de cometer el asesinato. Al exponer a sus correligionarios las razones de su impulso de autodestrucción, aprovechando que el duque permanece en el teatro y que, por tanto, aún podrían reconsiderar los detalles de su muerte, y hasta su muerte misma, Kaliayev va desgranando, como en escorzo, la inexorable sucesión de responsabilidades que ha ido adquiriendo tras incorporarse a la lucha revolucionaria.
Así, por amor a la vida y a los seres humanos se decidió a combatir una insoportable tiranía, para la que la vida y los seres humanos carecían de valor. Y por haber decidido combatir una insoportable tiranía se resolvió a ingresar en una Organización revolucionaria, la única que conducía una lucha eficaz. Y por haber ingresado en una Organización revolucionaria quedó obligado a cumplir sus órdenes, severas aunque siempre dirigidas contra los responsables de la tiranía y amparadas por la legítima defensa. Pero si, como sucede en la tentativa de atentar contra el gran duque, esas órdenes afectan a inocentes y chocan así con el amor a la vida y a los seres humanos por los que se lanzó a la lucha, o simplemente con sus escrúpulos o terrores personales -según su propia confesión, la pesadilla de provocar un accidente del que resultara muerto un niño siempre le había perseguido-, entonces la única manera de mantenerse fiel a todos y cada uno de sus compromisos, asumidos no por venganza ni rencor, sino por un remoto impulso de altruismo y de generosidad, es morir al mismo tiempo que se mata. "He aquí mi propuesta", dice entonces Kaliayev, mientras asegura sentirse "avergonzado" por las dudas y titubeos que están perjudicando los objetivos de la Organización, que están permitiendo que, como le recuerda Stepanov, se prolongue la agonía de otros niños, tan inocentes como los dos que acompañan a su futura víctima, pero más infelices y más numerosos. "Si decidís que hay que acabar con esas criaturas, esperaré hasta que el gran duque salga del teatro y yo, solo, lanzaré la bomba contra la calesa". Y poco después añade, disfrazando de amenaza unas palabras que no pueden ocultar, sin embargo, una reconfortante, liberadora sensación de alivio: "Pero acto seguido me arrojaré a los caballos".
Cincuenta y cinco años después del estreno de Los justos, de aquel diciembre en que Albert Camus acababa de polemizar con Mauriac y de manifestarse, junto al poeta René Char, contra la pena de muerte impuesta a dos soldados argelinos por delitos similares a los de unos generales franceses juzgados, por contraste, con una exquisita "moderación", la inacabable y obsesiva pesadilla de la violencia ha regresado con una insistencia que tal vez no se conocía desde entonces. A tenor de las noticias que se suceden día tras día, muchas cosas han permanecido invariables durante este tiempo, como el hecho de que el reconocimiento de derechos iguales, cuando son iguales los deberes, siga resultando "extremadamente raro", o como la seducción que vuelve a ejercer el concepto y la práctica de "guerra preventiva", en abierto desprecio de la vida y los seres humanos. Y entre las cosas que han cambiado, tal vez convenga subrayar la más terrible de todas: si hoy Kaliayev pusiera en manos de la Organización la decisión de acabar o no con las criaturas que acompañaban al gran duque en la calesa, Kaliayev habría de arrojarse a los caballos. Ante esta monstruosa constatación, confirmada a cada instante por agencias de noticias y periódicos, la singular, la extravagante locura en la que estamos incurriendo consiste en creer que lo que nos urge, lo que no debemos aplazar, es la identificación de quién encarna hoy a Kaliayev, y cuál y cómo es su credo. En realidad, lo que estamos olvidando es que la calesa en la que viajan los dos niños en compañía del gran duque puede transitar por Nueva York, Bali o Madrid lo mismo que por Yenín, Bagdad o Faluya. Y es en ese olvido, en ese imperdonable agravio, donde está prosperando el triunfo de Stepanov, el justiciero que acabará convertido en asesino y el asesino que, de mantenerse en la mentira o en el uso bárbaro de la fuerza, tarde o temprano aparecerá al frente de un nuevo despotismo.
José María Ridao es embajador de España en la Unesco.
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