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Desorientación

No es la peor definición del posmodernismo la que dice que priva a los habitantes de ese su mundo de un mapa cognitivo suficiente para orientarse en él. Es como si el mundo posmoderno llevara a sus habitantes a una ciudad nueva, enorme, en la que no habían estado nunca, y los soltara por sus calles sin un plano. A lo que habría que añadir que esa ciudad se caracteriza por su falta total de planeamiento, por no contar con una estructura perceptible, lo cual aumenta y da profundidad a la desorientación de las personas en el mundo actual. De desorientación se habló después de la caída del muro de Berlín y de la implosión del comunismo soviético. Aunque algunos mandatarios, como el entonces presidente Bush (padre), hablaran de un nuevo orden mundial, pronto se vio que lo que había dado comienzo con ambos acontecimientos era un nuevo desorden mundial, como la historia de estos 15 años se ha encargado de poner de manifiesto.

Una de las formulaciones clásicas de la crítica a la cultura moderna es la del antropólogo Arnold Gehlen, quien ya en la década de los cuarenta del siglo pasado decía que la creciente complejidad del mundo moderno, con un universo cuyas fronteras han dejado de ser perceptibles para los humanos -un universo inimaginable en el sentido literal del término- y unas sociedades cada vez más complejas, cuyas estructuras de funcionamiento se han convertido en incomprensibles para el ciudadano de a pie, e incluso para los especialistas, han obligado a éstos a tener que tener una opinión sobre todos los temas para creer que pueden orientarse. Esta complejidad les empuja a dotarse de ideologías ad hoc, instrumentales, adaptadas a cada ocasión, cambiantes como éstas; a adoptar, en definitiva, éticas sin compromiso, sin consecuencias para su vida personal y que, en su pretensión de solucionar los problemas universales, no exigen nada concreto de la práctica diaria de cada uno.

A todo lo dicho es preciso añadir la dificultad que ha manifestado la mayoría de los europeos, aunque también no pocos estadounidenses, para entender la victoria de Bush en las elecciones presidenciales de EE UU: si difícil se les hacía entender que un presidente de un país democrático pudiera poner en práctica políticas contrarias a las ideas y convicciones de los europeos, menos pueden entender que una mayoría de ciudadanos estadounidenses le pudieran apoyar con tanta claridad. Esos problemas de entendimiento se complementan contraponiendo a la política de Bush una comprensión de la política basada en los valores de la paz, el diálogo, el entendimiento y los principios de la Ilustración, de los que los contrarios a Bush serían los legítimos herederos.

Pero resulta que en la tan ilustrada Europa, dedicada a la tolerancia, el respeto mutuo y al diálogo multicultural, suceden cosas que empiezan a poner de manifiesto que la imagen que los europeos se construyen de sí mismos, en contraposición a la mayoría de estadounidenses, quizá no sea más que fachada. En Holanda se ha producido el segundo asesinato político en pocos años y, como respuesta, se queman mezquitas e iglesias. En Euskadi crece perceptiblemente el porcentaje de jóvenes que opinan que hay demasiados inmigrantes. En Alemania andan preocupados con el desarrollo de sociedades paralelas, no integradas; la inquietud y el desasosiego ante una Turquía como socio de pleno derecho de la Unión Europea van creciendo y se producen casos como el del fallido comisario europeo Rocco Buttiglione, rechazado no por no saber separar espacio público y espacio privado, Iglesia y Estado, conciencia personal y reglas de juego que regulan la convivencia, sino por considerar inadecuadas sus creencias privadas para el ejercicio de un puesto público determinado.

A todo lo cual habría que añadir que a la retórica de Bush de guerra entre el bien y el mal, de comprensión misionera de la democracia, basada en referencias religiosas, no sólo se le opone una visión secularizada de la política, sino una política basada en la convicción de haber encontrado la verdad absoluta, la legitimidad ética definitiva: la laicidad elevada a creencia laicista, a laicismo como religión, con sus dogmas, sus ortodoxias y sus tenedores y gestores. A estas alturas del desarrollo de la cultura moderna, no terminamos de interiorizar que ésta se compone de contradicciones que hacen imposible una lectura unilateral de la misma. Si es cierto, como creo que lo es, que la modernidad se asienta a mediados del siglo XIX por medio de un pacto entre revolución y tradición -ése sería el significado de la revolución liberal de 1848-, también lo es que a ese pacto -un esfuerzo por encontrar un equilibrio entre fuerzas radicalmente opuestas- hay que añadir algunos más para captar el proceso de la cultura moderna. Se requiere también un compromiso entre el subjetivismo personal y la objetividad institucional; es necesario igualmente reequilibrar una y otra vez la correcta intuición del carácter situacional de la verdad y la afirmación de su universalidad, buscar permanentemente el equilibrio entre el valor del multiculturalismo y la universalidad de los derechos humanos, entender que la democracia radica en la relativización de las verdades últimas, de las legitimaciones definitivas del poder, pero sin por ello renunciar a la validez universal de esa verdad relativa.

Nos equivocamos cuando tratamos de interpretar la modernidad y el progresismo de forma unilateral. Debiéramos estar curados en salud a causa de todos los intentos fracasados de materializar de forma unilateral los principios de la modernidad. La modernidad y el progresismo son, por encima de todo, un cúmulo de contradicciones que exigen la búsqueda permanente del equilibrio entre exigencias contrapuestas, sin que exista ninguna receta, y menos dogma u ortodoxia, que recoja la solución definitiva. Puede haber momentos y acontecimientos que, por su intensidad o gravedad, hagan difícilmente soportable la desorientación y la responsabilidad de encontrarlo de forma autónoma. En esas situaciones se vuelve apremiante la necesidad de encontrar una verdad segura, simple, capaz de orientar en un mundo complejo. Esa necesidad es comprensible y la expresó formidablemente Dostoievski en El Gran Inquisidor.

Pero el reparto al que nos estamos habituando al afirmar que Europa es moderna, mientras que la sociedad de EE UU es reaccionaria, que aquí se mantienen los valores de la Ilustración mientras que la política norteamericana ha caído presa de criterios pre-ilustrados, es en sí misma una verdad simple que ayuda a orientarse en un mundo complejo, pero sin facilitar en nada la búsqueda del equilibrio necesario entre exigencias contrapuestas. Tanto la reacción de la mayoría de la sociedad norteamericana como los planteamientos de la mayoría de europeos son dos formas modernas de responder a las contradicciones de la cultura moderna. Como ha subrayado un análisis de la revista The Economist, Bush ha obtenido la mayoría de los votos en los Estados más dinámicos, en las zonas urbanas más dinámicas de cada uno de ellos y en los suburbios de la clase media ascendente, mientras que los apoyos de Kerry se encuentran en los Estados y en las zonas que pierden población, están estancadas económicamente y tienen menos futuro. Bush ha ganado en el tramo de ciudadanos que poseen entre un millón y 10 millones de dólares de patrimonio, mientras que Kerry ha ganado entre quienes poseen más de 10 millones de dólares.

Innovación, competencia brutal de mercado con toda su inseguridad, apertura al futuro, pero todo ello basado en la seguridad de unos valores morales indiscutibles: el equilibrio norteamericano. La seguridad del Estado de bienestar, inmovilidad de estructuras laborales y sociales, incluidas las educativas (especialmente en el mundo universitario), miedo al riesgo junto con la creencia de que la seguridad internacional está, en cierto modo, garantizada: el equilibrio europeo. Ambas perfectamente acordes con la contradicción de la modernidad.

Creo que más de un ciudadano español y europeo percibe en estos tiempos que, poniéndose en disposición de hacer frente a la desorientación sin recurrir a verdades simples, con la voluntad de enfrentarse responsablemente a la complejidad del mundo moderno, termina totalmente descolocado. Porque las ortodoxias, de derecha o de izquierda, le obligan a alinearse en una interpretación unilateral de la modernidad, le obligan a entenderla de manera lineal y no como contradicción, y le impiden realizar el esfuerzo de buscar humildemente el equilibrio necesario entre exigencias contrapuestas, sabiendo que existen distintas formas de alcanzarlo y que el núcleo de la democracia radica en gestionar la convivencia de esas diferencias.

Joseba Arregi es profesor de Sociología de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU).

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