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El ejemplo como categoría política

Hoy día no puede afirmarse que el ejemplo sea una categoría política vigente. Es, sin duda, una realidad moral cotidiana: todos vivimos en una red de influencias mutuas, somos ejemplo para los demás y los demás lo son para nosotros. También en el ámbito político la importancia del ejemplo es diariamente constatable: los políticos son fuente de moralidad o inmoralidad pública, aprueban leyes pero también generan con su comportamiento costumbres cívicas o incívicas. El ejemplo o el contraejemplo rigen la vida política a todos los niveles. Incluso podría trazarse la historia de los Gobiernos de la democracia española como la continuada influencia de los contraejemplos. Así, la UCD fue líder de la transición española, pero en la última legislatura sufrió los inconvenientes de la división interna, que paralizó la acción política. El PSOE reaccionó frente a este ejemplo, logró varios gobiernos de mayorías absolutas y pudo desarrollar con comodidad su programa político. Como entre 1993 y 1996 se produjeron conocidos escándalos políticos y algunos criticaron un "gobierno largo" que se prolongaba ya más de trece años, el partido conservador, alejándose de su ejemplo, prometió no estar en el poder más de dos legislaturas. Pero, al final de la segunda, una huelga general, la catástrofe del Prestige y la guerra de Irak alejaron a muchos de la política gubernamental y ahora, el PSOE otra vez al mando, tomando lo anterior como contraejemplo, propone lo contrario: talante y cercanía a los ciudadanos. Todavía es pronto para saber el contraejemplo que se está incubando ahora, pero la cadena de ellos en la moderna democracia española salta a la vista.

El ejemplo es una realidad política de primer orden, pero no es una categoría política en uso. Todos hablan del ejemplo y de la ejemplaridad, pero en nuestra época nunca se trata de explicar racionalmente un comportamiento por esos conceptos capitales. ¿Por qué? La causa de esta extraña disparidad entre realidad y pensamiento quizá se halle en los presupuestos culturales de la Modernidad. A este respecto, considero iluminador el pensamiento de Tocqueville, quien, en cierto momento de su Democracia en América, distingue entre los historiadores de los siglos aristocráticos y los historiadores de los siglos democráticos. La Historia democrática es aquella que explica los hechos políticos por la acción de grandes leyes abstractas y despersonalizadas, macroeconómicas, sociales, biológicas o geográficas. El igualitarismo democrático de la Modernidad no tolera fácilmente que sean personas individuales, una élite de ellas, los políticos, los conductores de la Historia de los pueblos, por ser éstos los titulares de la soberanía, también de la soberanía histórica. En cambio, los que Tocqueville llama historiadores de los siglos aristocráticos explican los acontecimientos históricos por la personalidad idiosincrásica y las decisiones concretas de determinadas individualidades sobresalientes, reyes, príncipes, generales, y la mutua relación entre ellos. En esta historiografía antigua, el motor de la Historia reside en las características singulares de esos príncipes y gobernantes, pues se supone que un príncipe virtuoso arrastra a su pueblo hacia la gloria y la prosperidad. La virtud del príncipe adviene asunto de Estado y también su educación, y ésa es la razón por la que en el Renacimiento se escriben tantos espejos de príncipes y tratados sobre las virtudes del buen gobernante.

La virtud política es acaso el concepto-fuerza de la filosofía política desde los griegos hasta el Renacimiento. Conviene, no obstante, distinguir -muchos malentendidos de los estudiosos nacen de no haberlo hecho- entre dos clases de virtudes que corresponden a dos clases de agentes. Hay, en primer lugar, una virtud que se predica de los ciudadanos y que consiste en la decisión de éstos de anteponer el bien común y la felicidad pública a los intereses privados particulares, lo que les mueve a participar en los asuntos políticos de la república. El pensador de esta clase de virtud-participación es Aristóteles. Luego está la virtud específica del gobernante, al que, como no puede ser de otra manera, se le supone la virtud de participación en los asuntos públicos, pero a quien además le es exigible ser un vir virtutis, un hombre de virtud en cuanto posee una virtus generalis, un compendio de todas las virtudes humanas, lo que hoy llamaríamos más comúnmente ejemplaridad. Para los tratadistas florentinos del siglo XV, el gran enemigo de la política y la gobernación es la adversa Fortuna y el único remedio contra ella es la virtud, pues, proclaman con reiteración, sólo virtú vince fortuna.

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La acción paralela de Maquiavelo en el Sur y Lutero en el Norte, aunque con filiaciones y motivaciones divergentes, arrumbó de modo duradero la doctrina de la ejemplaridad y la virtud en la historia de las ideas. Maquiavelo es el gran teórico de la virtud ciudadana de la participación, pero dirigió a la virtud del gobernante una crítica con un éxito que dura hasta hoy al sostener que el gobernante debía imitar o simular la virtud pero no practicarla, porque el arte de la política estriba en el dominio de los resortes del poder y en el uso de la fuerza. Por su parte, Lutero, al residenciar el reino espiritual en el ámbito de la conciencia interior del hombre, dio plena legitimidad a la autonomía del reino temporal, dotado de un poder coactivo temporal no limitado por la moral o la religión. Con Maquiavelo y Lutero se produce la transición de una teoría política basada en la virtud a otra basada en el poder coactivo, donde la ejemplaridad, cuya fuerza es de naturaleza persuasiva, no tiene cabida ninguna. El absolutismo político que se desarrolló en los siguientes siglos es una doctrina del poder absoluto, y el liberalismo, que inspira todo el sistema del actual Estado de Derecho, es también una doctrina del poder, o mejor dicho, de la limitación del poder para que nunca más sea absoluto, pues no otra cosa que limitaciones al poder son los derechos humanos, la división de poderes, el checks and balance o el bicameralismo, por citar algunos de las conquistas liberales.

Lo que interesa destacar ahora es que ni en el absolutismo ni en la forma que el liberalismo adoptó durante la ilustración dieciochesca la ejemplaridad pública puede asumir, como antes, función alguna, porque la teoría de la ejemplaridad y de las virtudes políticas cree en la influencia social y cívica del comportamiento ético de los gobernantes y esto resulta incompatible con una concepción que hace descansar la política en la fuerza y en sus limitaciones. Además, el igualitarismo democrático no consiente que la política esté condicionada por el comportamiento de unos pocos, la élite política, y proclama, como garantía de igualdad, el principio de generalidad de la ley, donde el individuo -el único sujeto posible de virtudes- se disuelve en la tipicidad abstracta de la norma. Una muestra de ello es la afirmación de Rousseau contenida en El contrato social: "Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos como corporación y a las acciones como abstractas, jamás a un hombre como individuo ni a una acción particular". Generalidad de la Ley significa abstracción del hombre en cuanto individuo. Es una conquista del Estado de Derecho porque con ella los modernos Estados lograron suprimir los privilegios personales y encierra el programa de una igualdad social revolucionaria por cuanto esa abstracción, neutral sólo aparentemente, suponía en realidad el reconocimiento de los mismos derechos a todo ciudadano con independencia de su condición social, estatus y patrimonio. Pero, indudablemente, el sujeto abstracto no puede ser ejemplar: toda ejemplaridad es concreta y personal.

Soy, en fin, de la opinión de que, en una época como la nuestra en que el Estado de Derecho está plenamente consolidado, es posible y aun necesario recuperar la noción de ejemplaridad política en el seno de la teoría democrática. Aunque sea una doctrina que floreció en los siglos aristocráticos, la Modernidad no debería prescindir de ella ni desconocer que, por mucho que en las democracias parlamentarias la legitimidad del poder político dimana de las leyes aprobadas por cámaras representativas, el cumplimiento efectivo de esas leyes depende de un hábito cívico, y en la generalización de este hábito la ejemplaridad de las personas públicas, como fuente de moralidad social que indudablemente es, tiene un papel que no ha sido destacado suficiente. Algunos teóricos del republicanismo y del comunitarismo, la mayoría de ámbito anglosajón, han recuperado ya la noción de virtud-participación, de filiación aristotélica. Pero tan importante como ésta es la virtud-ejemplaridad de las personas públicas. Su realidad empírica y cotidiana es indiscutible, pero falta su conversión en categoría política.

Javier Gomá Lanzón es presidente de la Fundación Juan March y premio Nacional de Ensayo 2004 por su libro Imitación y experiencia.

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