La ficción de lo vivo
Las películas de Alejandro Amenábar (Santiago de Chile, 1972) se leen como relatos pero requieren ser armadas como puzles. No se resignan a ser solamente películas de actualidad ni parte del tiempo libre, ese margen del entretenimiento gestionado por el mercado en que vivimos. Es sintomático que las noticias sobre cine ocupen el espacio destinado a "Cultura" en los periódicos de hoy, cuando deberían ser, en buena parte, tema de la sección "Espectáculos" y, en su gran mayoría, de "Negocios". Pero como buen narrador, Amenábar suele desbordar los marcos de su éxito y, llevado por la fuerza de sus tramas, disputa la domesticación de su cine.
Mar adentro (España, 2004) gira en torno a la metáfora clásica del relato español: el accidente. Un joven marino, de vocación viajera, queda tetrapléjico al intentar un clavado en el mar de su pueblo. Nada más hispánico que ese accidente, consagrado por nuestras literaturas en su versión trágica (Calisto cae del muro y sus sesos se dispersan en las rocas), cómica (la picaresca convierte a la vida en paliza), paródica (el Quijote trueca aventuras andantes en descalabros), variaciones éstas del imaginario nacional que hoy culminan en un melodrama familiar. La historia del hijo perdido que muchos años después se reúne con su madre gracias al set de un programa truculento de televisión, demuestra que el espectáculo adquiere funciones terapéuticas y, seguramente, compensatorias porque la cámara ubicua ha hecho del espacio privado una saga pública de "mediáticos" accidentados. Hasta la Guerra Civil, la última tragedia que nos quedaba, corre el peligro de convertirse hoy en un best seller.
'Mar adentro' gira en torno a la metáfora clásica del relato español: el accidente
Lo notable es que el accidente de Mar adentro es real, y fue sufrido por Ramón Sampedro, cuya historia conmovedora es pública y está bien documentada. En primer lugar, por él mismo, porque reclamó su derecho a morir voluntariamente, como la dignidad final de su vida impedida y en ejercicio de su libertad. Sampedro rehusó su situación de víctima al punto de excederla con la fuerza de su demanda, que desbordó sus límites físicos y se convirtió en una pregunta compleja por la sociedad. La película de Amenábar parte de la lucidez de esa paradoja y convierte el humor campechano de Sampedro en una forma de inteligencia refleja. Javier Bardem logra la proeza de las mediaciones irónicas, que incluyen al propio Sampedro y a los otros, a nosotros, del lado de la tragedia. Pero Mar adentro viene también del cine, y no sólo porque remite al sistema narrativo de Almodóvar (sus películas suelen girar sobre un accidente fatal, y en Hable con ella sobre dos: una chica es atropellada por un coche, otra por un toro), sino porque introduce en la historia real el punto de vista de una cámara. Ésta es la crónica de una muerte sobre-filmada, porque ya Sampedro había hecho filmar su historia y también su libertad final cuando bebe si no la cicuta, sí el trago público del fin. En ese cruce de imágenes, se desanudan los códigos y la experiencia extremada transforma a los personajes; sobre todo a las mujeres, madres y bacantes.
Es probable que en la narrativa estemos hoy pasando del realismo prolijo tradicional a un realismo intermediado, más escenificado cuanto más desnudo. Y ello es así porque el realismo tal cual ha resultado ser una cancelación de lo real, de su riqueza imaginativa y su pulsión deseante. Lo literal, como había visto Lacan, pertenece a la muerte. Y no es casual que el realismo tradicional haya sido entre nosotros una forma del escepticismo en los poderes humanos; o sea, un relativismo sin humor. La lección venía ya en el Quijote, donde la conciencia trágica abandona lo literal (esa Mancha sin nombre) en pos de la imprenta, del origen de la letra moderna, capaz de rehacer lo real gracias a lo imaginario, su libertad. Por eso es que el Quijote se escribe para Sancho, para el analfabeto, para el hombre pobre, que aprende a leer en la novela, y lee plenamente cada caso en su Ínsula, como si viera un teatro de episodios (o accidentes) nacionales. Leer críticamente lo real revelando las mediaciones que lo construyen es ya un acto abierto a las interpretaciones allí donde nunca hay una sola verdad.
Mar adentro, quizá inevitablemente, tropieza con el sentimentalismo, y su música sugiere la tentación del new age, el lenguaje de Hollywood. Está condenada, qué remedio, a ganar un Oscar. Pero al menos en español sus lecturas pueden recobrar la hipótesis inquietante que le da forma, su pregunta por la trama pública de lo privado, por la conversión del punto de vista en construcción de lo real. En su primera película, Tesis (1966), se trataba del aprendizaje del papel del espectador; en Abre los ojos (1997) lo real se decidía entre actores ensayando una verdad improbable; en Los otros (2001), los personajes eran espectadores actuando del lado de la muerte, lo literal, y nos implicaban en esa mirada materna, enseñándonos a ver mejor. El propio Sampedro había escrito que "mar adentro" podía equivaler a "más adentro", donde el yo y el tú de la pareja se reconocen entre el sueño y el deseo. Sin recargar las tintas, la lectura de Amenábar sugiere en esa voluntad de muerte la transgresión de una mayor voluntad de vida.
Sólo que, más allá de cualquier elocuencia consoladora, la película nos deja el desconsuelo de su alegoría contemporánea: el cuerpo tetrapléjico del héroe novelesco (aquél que busca valores que su sociedad ya no reconoce) tal vez representa el cuerpo nacional paralizado en su drama irresuelto.
El cuerpo suele representar el principio unitario de una nacionalidad imaginaria y su parálisis o su fragmentación ilustran un momento histórico de su legibilidad. Otro cuerpo paralizado, el del cura que le disputa a Sampedro su opción, resulta caricaturesco pero es también sintomático: como la ley estatal, la autoridad religiosa sufre la parálisis de su normatividad, de su anacronismo. Si bien el humor (de origen sanchesco) convierte a Sampedro en un héroe paradójico (su quijotismo es morir); no se quita la vida por carecer de lugar en su sociedad sino porque la Ley (la autoridad, que norma lo literal) le niega su libertad. Pero lo "nacional" no es aquí una región o un país, sino el mundo de las representaciones, que ha creado una sub-realidad mediática, hecha en la moneda falsa y el desvalor. En este mundo que ha trivializado la lectura y la cámara, el arte busca recuperar una nueva mirada, libre de lo legible y representable.
La moral, como sabemos, no es una ideología ni una mera convicción personal sino que es el lugar que le otorgó al otro en mí. En esa mirada mutua se construye nuestra vulnerable humanidad. Sampedro, Amenábar y Bardem parecen decirnos que si el suicida es alguien que nunca deja de morir, su verdad mayor es la ficción de lo vivo, ese milagro. Milagro, después de todo, significa ver más.
Julio Ortega es profesor de Literaturas Hispánicas en la Universidad de Brown, Providence, Rhode Island.
Babelia
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