Échale guindas al pavo
YO TENGO UN PASADO. Pero no lo voy a contar aquí porque eso sería derrochar los ahorrillos de mi vejez, que vendrán de la venta de mis memorias. Las publicará una gran editorial, me pagarán una pasta impresionante por ellas, y hablaré de todo aquello que en la actualidad callo. Porque yo callo mucho. Aquí sólo cuento lo superficial. Porque para eso me pagan. Yo soy la lentejuela, como diría Arcadi Espada en su webblog que visito porque soy una mujer a un ordenador pegada, soy una mujer superlativa, como dijo el poeta. En ese pasado fascinante que yo tengo y que algún día contaré hay de todo: sexo, traiciones, hijos ilegítimos y cenas en buenos restaurantes, qué coño. Mis memorias, que se podrían llamar Confieso que he cenado, van a hacerle la competencia a la Guía Michelin por la cantidad de restaurantes que aparecerán en ellas; ¡eso sí!, las cenas están pagadas por mí, no como las de esos escritores que van de feria en feria, de país en país, sin sacarse una peseta del bolsillo. Así también doy yo la charla, no te fastidia. Y esto no es criticar, es referir. Si mis memorias se editasen a título póstumo (porque yo muriera en un imprevisto) se cambiaría el título por este otro: De grandes cenas están las sepulturas llenas, que es un título como más castizorro, un título que da pena, la verdad, pero que refleja una realidad que hay que asumir, qué caramba. Decía que yo tengo un pasado. La otra noche se me vinieron muchos recuerdos de ese pasado mientras me estaba comiendo el pavo de Acción de Gracias. El pavo americano es un ser desproporcionado. Correspondería, para que ustedes lo visualicen, a un cerdo español. Al pavo gigante se le mete un relleno de pan por el orificio anal y también un dispositivo electrónico que te compras en cualquier ferretería y que hace que cuando el pavo te necesita, silba. Como Lauren Bacall, pero por el ano. Perdonen que sea tan gráfica, pero es que hay veces que las instrucciones de los aparatos no te dicen las cosas como son, digo yo que por cuestiones de corrección política. Hace dos años hice un pavo (en Nueva York concretamente) y pensé para mí misma: por dónde le meto el dispositivo a esta criatura, y como lo de metérselo por el ano me parecía superfuerte y las instrucciones no lo aclaraban, se lo puse debajo del ala, como si fuera un termómetro y el pavo no silbó y se me quemó y qué mal rato pasé. Si fuera americana habría ido a reclamar a la ferretería, porque los americanos denuncian a todo el mundo; de hecho, este año han echado una goma especial encima de la tapa de las alcantarillas de la calle porque la gente se resbalaba y denunciaba al Ayuntamiento. Pero yo no soy americana, a mí me da fatiga protestar, y más en una ferretería, con el cuajo que tienen los ferreteros. Además, una vez fui a una ferretería en Moratalaz y pedí cuatro casquetes (terrible lapsus) y los tres ferreteros que había detrás del mostrador todavía, a día de hoy, me recuerdan. El caso es que el primer recuerdo que me vino a la cabeza mientras Leiro, escultor gallego afincado en Nueva York, trinchaba aquel pavo colosal con el mismo arte con el que esculpe sus obras, fue el de una de las primeras entrevistas que yo realicé y que puede decir que han marcado un antes y un después en mi trayectoria: la entrevista a Rosa Morena. Habrá jóvenes que lean este artículo y que no sepan quién fue Rosa Morena. Eso es España: desprecio absoluto a la memoria histórica. ¿Quién se acuerda hoy de Rosa Morena? Nadie, señores, sólo yo que me he venido a Nueva York (tal vez para olvidarla). Rosa Morena, estrella del flamenco pop; Rosa, diminuta pero valerosa hembra que tuvo el coraje de grabar una actuación en un cuartel de soldados, que jaleaban a su diosa y coreaban aquella mítica canción que Rosa dejó en nuestras bocas durante décadas: "Échale, al pavo échale, échale guindas al pavo, pavo". Aún hoy, cuando recuerdo esa canción, como ocurrió el Día de Acción de Gracias, no me la puedo quitar durante horas. No soy la única a la que le suceden estas cosas: los ciudadanos de Nueva York han pedido al Ayuntamiento que quite los villancicos de las calles porque se instalan en el cerebro y no te dejan dormir. Y eso que no conocen Échale guindas al pavo. Una locutora en la radio dijo que un método infalible para borrar un villancico de la cabeza es tararear West side story, que en España se tradujo magistralmente como "Yo tengo un tío en América, yo tengo un tío en Américaaaa". Tener en el estómago un pavo, en la cabeza la canción de Rosa Morena y en sangre una botella de vino no es lo más aconsejable para conciliar el sueño. Para colmo, la noche del pavo me acordé de algo que había leído en el periódico: el Día de Acción de Gracias se casan en Nueva York más de trescientos chinos. ¿Por qué? Porque es el único día que el chino-camarero libra, y no porque quiera, no, sino porque no va nadie a los restaurantes. No me extraña que Joaquín Estefanía les tenga miedo a los chinos. Pensarán que el vino y el pavo y la canción de Rosa me trastornaron el cerebro, pero juro que yo notaba la vibración de esos cientos de chinos procreando a todo meter aquella noche. Chinos haciendo chinos. Bush gastándose dinero en la guerra de Irak, Europa con su construcción, y los chinos mientras haciendo nuevos chinos. Sentí como un pequeño terremoto movía la cama. Y luego sobrevino una extraña paz: los chinos ya estaban hechos. Me dieron hasta escalofríos. A la mañana siguiente me levanté un poquito perjudicada.
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