Ser Iñaki Gabilondo
El autor señala que el PP pretende invertir la carga de la prueba del 11-M, y que todos debemos demostrar ahora que no somos culpables, porque todos somos sospechosos.
Somos muchos los que, con estupor y creciente desánimo, hemos seguido las virulentas críticas formuladas recientemente por el ex presidente del Gobierno contra algunos medios de comunicación, especialmente la SER, y contra Iñaki Gabilondo en particular. Estupor, por su insólita e insidiosa descalificación de una institución, y de un periodista, cuya función informativa, al igual que la de sus otros colegas, está en la base del juego democrático y es, por encima de cualquier otra consideración, garantía de nuestra libertad. ¡Ahí les duele! Con desánimo sobre todo. Y mucho. Hábilmente atizados sus miedos ancestrales, cierta derecha española -¿o es la de toda la vida?- está mostrando su peor cara.
Una emisora, un programa de radio, tumba a un Gobierno. ¿Tan débil era?
Porque si grave es que no hayamos percibido asomo alguno de sentimiento de culpa en quien durante ocho años rigió, con pulso firme eso sí, los destinos de España, más lo es que el Partido Popular cierre filas en torno suyo y que, en un ejercicio perverso de pedagogía, en lugar de admitir sus manifiestos errores esgrima a modo de exculpatorio los cerca de diez millones de ciudadanos que legítimamente sin duda, pero también sin cortapisa alguna, lo votaron. Se diría igualmente que a más de uno de sus dirigentes, dada su inquebrantable solidaridad, ni siquiera les cabe la compasión. No la manifestaron con hechos en el caso del Yakovlev e intentaron utilizar en su provecho partidista el atentado del 11 de marzo en Madrid. Por si ello fuera insuficiente, ahora pretenden invertir la carga de la prueba. Gabilondo deberá probar que la SER no es culpable. Todos hemos de demostrarlo, porque todos somos sospechosos. Una emisora, un programa de radio, tumban a un Gobierno. ¿Tan débil era, tan vulnerable? Buena parte de cuantos concurrimos a aquella manifestación convocada por el Gobierno, a cuya cabeza iba un ministro del Interior que todavía seguía apostando por la respuesta equivocada, lo hicimos con tanto dolor como reserva, conscientes como éramos de que nos manipulaban. ¡Cuánto desprecio a los más de 16 millones que no votaron al PP! ¿Olvidan que tan sólo un voto más hubiera bastado para mandarlo a la oposición?
Somos muchos, de todos los colores, los que estamos estupefactos y preocupados por el mal cariz -antes soterrado, porque antes todo el poder era para los populares- que está tomando la política en España. Pero también estamos indignados. Las suaves maneras de algunos no consiguen desvanecer los gestos agrios de quienes están detrás de ellos. No acabamos de saber cuál es el rostro auténtico de esta derecha española. Porque, toda ella, sigue apuntándonos con un dedo recriminatorio. Nos reconviene. Nos regaña. Cuando no nos amenaza. Insulta nuestra inteligencia. Trata de engañarnos. En muchas ocasiones lo ha conseguido. Y, si no lo consigue, miente. Lo hace a sabiendas. Porque han aprendido que serán absueltos, aunque no sea necesariamente la Historia la que los absuelva. Serán otros los que lo hagan, que piensan como ellos. Por lo que se ve y se escucha, cabe temer lo peor. La nuestra no es todavía una democracia madura, aunque a algunos se les llene la boca proclamándolo. Personalmente, no me alegro de lo que está sucediendo. Muy al contrario. Por mucho que si perseveran en el error -grave pecado de soberbia- puedan abrirse así duraderas expectativas a la izquierda. Porque aquí nos sobran las posiciones numantinas y los empecinamientos. Necesitamos con apremio más consideración personal hacia el adversario y, desde luego, más respeto a las reglas del juego. Tengo la impresión de que la derecha está persuadida de que les han arrebatado con malas artes algo que siempre ha sido suyo, que naturalmente les corresponde y que había recuperado después de lo que a la postre no fue más que un mal sueño. El poder. ¿No es éste el mensaje subliminal que sus líderes están destilando? De ahí al peor revanchismo sólo hay un paso.
Estamos, en efecto, indignados. Lo está, sobre todo, Gabilondo. No hay más que oírle. Está herido en lo más hondo. Porque si alguien en este país es gente cabal, hombre honrado y de principios, ése es Iñaki Gabilondo. Periodista sin igual. Mezcla explosiva, para algunos, de profesionalidad y de honradez. Porque le han tocado, mancillándola, su fibra más sensible. Su honorabilidad. Su honestidad. Y la de sus colaboradores.
Máximo Cajal es embajador de España.
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