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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Utopía del inventor del submarino

Bajo cualquier vara de medir, Narcís Monturiol i Estarriol (18191885) fue un personaje extraordinario. Y un hombre de su tiempo. Un tiempo aquel en España en el que no escasearon individuos de su tipo: románticos visionarios, revolucionarios utópicos, librepensadores, socialistas y comunistas, al igual que -¿cómo negarlo?- advenedizos y falsos o interesados profetas. Sin olvidar que estamos hablando de un tiempo y un lugar en el que se sucedieron, con pasmosa regularidad y frecuencia, todo tipo de cambios políticos y sociales.

Fue una época de reyes que gobernaban tan torpe como oportunistamente (el caso de Fernando VII, cuyo sentido de la grandeza se puede fácilmente deducir recordando que mencionó entre sus logros destacados la creación en Madrid de una escuela de tauromaquia). Un tiempo y una España en la que se mezclaron, en explosivas combinaciones, reyes y regentes, generales que ponían y quitaban gobiernos, así como sacerdotes perfectamente capaces de, por ejemplo, incitar a hordas de campesinos para que se alzaran en armas en defensa de la causa de Carlos, el hermano de Fernando, que se oponía a los derechos de Isabel y María Cristina, la hija y esposa, respectivamente, del monarca fallecido.

EL SUEÑO DE MONTURIOL

Matthew Stewart

Traducción de

María Osorio Pitarch

Taurus. Madrid, 2004

408 páginas. 21,50 euros

Fue una época de revoluciones y contrarrevoluciones, que llegó a contemplar la proclamación de la Primera República española. Un mundo de nuevas tecnologías, como el ferrocarril, la luz eléctrica... y el submarino diseñado y construido por Narcís Monturiol.

Cómo y por qué este catalán de Figueres se involucró en semejante tarea es, por supuesto, el objetivo central, aunque no único, de este libro, fruto probable, cabría decir, de un autor improbable, Matthew Stewart, si nos atenemos a su biografía, dominada por una curiosa mezcla de lugares, culturas y ascendientes: su madre, Myo, "tuvo", son sus palabras, "la inteligencia de nacer en Barcelona"; él se licenció en Princeton y se doctoró en Oxford, pasando a continuación a residir unos años en la capital catalana, favorecido por el hecho de que allí viven su tío Joseph Montserrat y su tía Jessica Jacques. Fue entonces cuando investigó la vida, mundo y obra de Monturiol. Ahora vive en Nueva York, junto a su esposa Katherine.

Tal vez esa familiaridad suya con culturas distintas sea responsable de uno de los atractivos de su libro, como es la delicadeza y ecuanimidad con la que se mueve por territorios que aunque colindantes son en realidad diferentes. Afortunadamente, ha contado con la ayuda de que Monturiol se relacionó y compartió proyectos e ideales con personajes extraordinarios. Hombres como Étienne Cabet, el autor del célebre Viaje a Icaria; (1848), en el cual un lord inglés describe la propia versión de Cabet de la utopía comunista. O como Ildefons Cerdà, quien luchó como ningún otro por llevar racionalidad urbanística a una ciudad, Barcelona, cuyas viejas murallas de piedra fueron demolidas al calor de la revolución de 1854, abriéndose a terrenos vacíos, que la especulación podría haber convertido no en el Ensanche que finalmente fue en buena medida, sino en una ciudad caótica y medieval. Y es que la utopía subacuática de Monturiol, el submarino que quería construir, y que construyó, era como la que Cerdà sostuvo defendiendo la planificación de Barcelona mediante el Ensanche.

"En lugar de los opresivos

muros y fortalezas de Barcelona", escribe Stewart, el Ictíneo (el nombre con el que bautizó a su submarino) "ofrecía la libertad de recorrer el mar libremente, sin límites. Frente al brutal enfrentamiento de clases con respecto a la tierra, prometió una hermandad armoniosa en las profundidades. En vez del hacinamiento y pestilencia de las viviendas, ofrecía un hogar seguro y confortable con aire purificado. El sueño subacuático de Monturiol fue, de alguna forma, un futuro imaginario nuevo para la ciudad de Barcelona".

Con semejantes mimbres y una rigurosa investigación histórica, Stewart ha reconstruido -y hasta cierto punto novelado- la esforzada, larga, y finalmente desgraciada, aventura tecnológica de Monturiol, al que sus sueños humanitarios de equidad y justicia condujeron a pensar que un "navío submarino" mejoraría la vida de una parte de la clase obrera del mundo: al menos la de los buceadores de coral, perlas o esponjas. En vez de arriesgar sus vidas y la salud de sus pulmones, el submarino les permitiría obtener sus codiciadas presas desde la seguridad y comodidad de un submarino. Y no se paraba ahí en sus sueños: llegó a creer que el submarino liberaría a la humanidad de las ataduras de la atmósfera terrestre.

Y tuvo éxito, él una persona que partía sin demasiados conocimientos científicos o tecnológicos, en un país, España, que durante todo el siglo XIX fue más un desierto que un vergel científico-tecnológico. ¿Genialidad? Algo, desde luego, pero también la afortunada coyuntura de un campo que entonces iniciaba sus pasos, y que todavía no requería para penetrar en él de habilidades científico-tecnológicas imposibles de obtener en un país como España (décadas más tarde, a propósito de la aviación, se produciría una situación no demasiado diferente).

De hecho, Monturiol construyó no uno, sino dos submarinos, que se sumergieron, una y otra vez, viajando no por los fondos marinos, es cierto, pero sí a una cierta profundidad. El primero estaba propulsado manualmente, mientras que el segundo fue dotado de un motor a vapor. Para ello tuvo que resolver problemas mecánicos y químicos ante los que otros fracasaron; como diseñar una estructura que soportara la presión del agua, o la producción del vital oxígeno y la eliminación del mortífero dióxido de carbono. Y durante algún tiempo fue aclamado por ello. Pero hacía falta más. Era necesario también una infraestructura económica y posibilidades mercantiles que ni España ni el submarino poseían, una lección que Stewart transmite con claridad y acierto en su libro, al que si hay algo que echar en cara es sus limitaciones a la hora de reconstruir las fuentes científicas y técnicas de las que debió beber Monturiol para lograr lo que finalmente logró.

El sueño de Monturiol se lee con facilidad y gusto. Cuenta una historia hermosa, protagonizada por idealistas a los que difícilmente se puede dejar de admirar, al menos un poco. Desgraciadamente, y como a veces ocurre en ese tipo de historias, el final fue triste. Abrumado por deudas, perseguido por acreedores, el 21 de febrero de 1868 el Ictíneo II fue embargado, y posteriormente vendido a un hombre de negocios, quien terminaría desguazándolo, vendiendo cuantas piezas pudo. Sus 19 ojos de cristal fueron utilizados en la remodelación de un cuarto de baño, mientras que el motor terminó en una fábrica textil.

"Tan sólo los detallados dibujos mecánicos de Joan Monjo", concluye Stewart, "los amplios grabados de Monturiol y las impresiones dispersas de las muchas personas que participaron o fueron testigos de los recorridos del Ictíneo quedaron como prueba de que, una vez, hace mucho tiempo, un submarino auténtico surcó las aguas de Barcelona y llevó a la humanidad a un viaje por el fondo del mar".

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