La lengua de los valencianos
Las fronteras entre las lenguas no son líneas rectas ni claras como los límites entre propiedades de vecinos, entre municipios, provincias o Estados. En general no son delimitaciones fáciles de establecer. Al contrario, hace falta un buen conocimiento técnico de la realidad; pero acto seguido se debe valorar esta realidad y sobre todo hay que decidir qué queremos hacer con ella. Respecto a los límites, los valencianos, los catalanes y los baleáricos compartimos una misma lengua por causas históricas, culturales, sociales, etcétera. Históricamente, la lengua propia de los valencianos comienza a documentarse como resultado de la conquista de Jaime I y la repoblación subsiguiente. Culturalmente, la conciencia de compartir una lengua común ha sido siempre clara entre los escritores y gramáticos, y la relación entre las personas cultivadas de todo el dominio lingüístico ha sido muy intensa desde el siglo XIX, a partir del movimiento literario conocido como Renaixença. Socialmente, esta lengua, con las modalidades que la caracterizan en cada territorio, nos ha servido y nos sirve para comunicarnos a los valencianos, a los catalanes y a los baleáricos, excepto cuando se han hecho prevalecer interesadamente los prejuicios. Por otra parte, la legislación que han aprobado los representantes políticos valencianos ha afirmado dicha comunidad, aunque a veces se haya recurrido a circunloquios (y el nombre de valenciano no ha sido nunca un obstáculo para corroborar esta realidad). Finalmente, desde el punto de vista lingüístico, las hablas de las tres comunidades mencionadas presentan una fuerte cohesión léxica y gramatical.
Conocer la realidad implica también saber las variaciones entre los diversos dialectos. Así, determinadas expresiones o construcciones las dicen y hacen igual leridanos que valencianos, así como en otras coinciden valencianos y baleáricos, o bien tortosinos y valencianos. Si un alicantino o un barcelonés no hubiesen oído nunca hablar a los baleáricos, al principio les costaría seguir una conversación informal entre ellos; y eso mismo les pasaría a un salmantino o a un madrileño que no hubiesen oído nunca a un andaluz; y a un alemán de Sajonia que no hubiese oído nunca a un suizo de Zúrich, o a un hablante neerlandés de Utrecht que no hubiese oído nunca a un flamenco occidental. Esta dificultad teórica de comprensión entre hablantes no se daría, en cambio, entre un valenciano y un barcelonés o entre un barcelonés y un leridano. El conocimiento de la realidad de cada lengua implica saber en qué lugares prevalecen unas expresiones y en qué otros están vigentes sus respectivos sinónimos.
Este conocimiento se adquiere con investigación paciente y tenaz, que es el trabajo y la misión de los lingüistas, los cuales saben perfectamente que es habitual que los hablantes se refieran a su habla con denominaciones específicas: andaluz, mallorquino (inglés), americano, quebequés, flamenco; y que se adhieran con más o menos fuerza a estas designaciones. Las diferencias propias de la lengua oral espontánea (y, por lo tanto, perceptibles por los hablantes) se dan poco o nada en la lengua escrita, o al menos en ciertos registros de la lengua escrita, como el periodismo o el lenguaje administrativo. Pocas diferencias hallamos en un periódico según se haya publicado en Lisboa o en Río de Janeiro; pero en una conferencia nosotros podremos entender bastante bien a un brasileño y con más dificultad a un portugués. Por eso las personas tenemos percepciones tan subjetivas y a veces tan emotivas de nuestra forma de hablar, y por eso mismo en ciertos casos es difícil determinar si un habla forma parte de una lengua o no: por ejemplo, el gallego actual respecto al portugués.
Una vez bien conocida la realidad, hay que valorarla. Es preciso saber cómo se relaciona la realidad oral con la escrita: si es necesario o no que quien pronuncia las palabras de una forma concreta debe escribirlas de un modo ligeramente diferente, como ocurre en castellano en la posibilidad de acentuar o no palabras como guión. Esta valoración implica una dificultad que no está al alcance de cualquier persona: supone tener criterios lingüísticos y sociolingüísticos seguros y bien enfocados. Tener criterios bien enfocados significa saber con qué finalidad queremos codificar una lengua o una determinada variedad de lengua. Diferencias como las mencionadas existen en todas las lenguas del mundo, pero la percepción de las diferencias se da con más intensidad en las hablas que no han sido elevadas a lenguas de Estado, que no han pasado a ser lenguas normalizadas por la escuela, los medios de comunicación, la administración o las confesiones religiosas.
Si queremos que un territorio se identifique con sus formas de hablar y las eleve a la categoría de medios universales de relación, la escuela y toda la maquinaria pública deberán ir acercando estas peculiaridades y hacer que sean conocidas, queridas y usadas por todos los usuarios: de este modo ya no serán diferencias, sino riqueza común. Por ejemplo, las televisiones regionales colaborarán en los criterios del doblaje de películas y admitirán en los informativos hablantes de procedencias diferentes, que al cabo de dos días no producirán ninguna sorpresa en la audiencia. Y el nombre mismo de cada habla podrá ir adquiriendo más relieve público o no. Esta acción es lo que hemos denominado decidir, y es propia sobre todo del político. Más o menos hasta ahí llegaron los técnicos y los políticos que lograron, en la primera mitad del siglo XX, que nuestra lengua moderna volviese a ser una lengua de cultura normal, sobre la base de la obra de Pompeu Fabra, en el seno del Institut d'Estudis Catalans, y el acuerdo histórico de unificación ortográfica que los valencianos adoptaron mediante las denominadas Normes de Castelló (1932).
Pero toda lengua necesita estudio y actualización constantes, porque las lenguas sirven para designar unas realidades que se renuevan continuamente, y hoy mucho más aprisa que ayer. Afortunadamente, este esfuerzo de renovación y actualización es una realidad espléndida en nuestra lengua: no había habido nunca tantos técnicos y tan bien preparados en el conjunto de nuestro dominio lingüístico, ni había habido nunca tantos productos (léxicos, gramaticales y sociolingüísticos) tan bien elaborados a disposición de esta realidad. De los aspectos analizados, el tercero, decidir, es el más importante; incluso es el único crucial: sólo con voluntad clara de subsistir puede hoy mantenerse una lengua. Y subsistir implica adquirir unos usos efectivos y universales en su territorio histórico, pero también adquirir categoría de normalidad en cualquier esfera pública y política, local, estatal y europea.
Esta lengua entrañable para tantos millones de hablantes vecinos del viejo Mediterráneo es patrimonio nuestro, pero también del Estado y de la humanidad, y hoy se abre una esperanza de recuperarla, de reforzarla internamente y de normalizarla políticamente. Aprovechemos esta oportunidad con todos los medios a nuestro alcance y exijamos a los responsables políticos que de una vez por todas eleven esta lengua a la dignidad absoluta a la que queremos vernos elevados también los que la hablamos. Sus nombres legales, históricos y tradicionales de catalán y de valenciano no deben servir a nadie de coartada para fragmentarla ni para usarla con el pretexto de debilitar la voluntad de sus hablantes, que la han mantenido viva y plena durante siglos, y así desean transmitirla a las generaciones futuras.
Joan Solà es catedrático de Filología catalana en la Universitat de Barcelona, Institut d'Estudis Catalans. Rafael Alemany es catedrático de Filología catalana en la Universitat d'Alacant, Acadèmia Valenciana de la Llengua. Josep Palomero es vicepresidente de la Acadèmia Valenciana de la Llengua. Manuel Pérez Saldanya es profesor de Filología catalana en la Universitat de València, Institut d'Estudis Catalans, Acadèmia Valenciana de la Llengua.
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