Sobre la histeria
"El chulismo, el flamenquismo, la bravuconería, la exageración, el retruécano y otras muchas formas de expresión que se ha creado de una manera predilecta nuestra raza podrían muy verosímilmente reducirse a manifestaciones de histerismo colectivo". Esta grave admonición de José Ortega y Gasset en sus ensayos críticos sobre Pío Baroja bien vale para analizar lo sucedido durante esta semana en el Congreso de los Diputados a expensas del comportamiento de los integrantes del Grupo Popular, que a sí mismos gustan definirse como representantes de la verdadera y fundamental España. Algunos piensan que esas exageradas muecas y broncas manifestaciones con que nos regala el principal partido de la oposición, coreando con entusiasmo los improperios, mentiras e impúdicas manifestaciones de autoestima que acostumbra a hacer su líder político natural, responden a una estrategia política destinada a desestabilizar al Gobierno y acortar la presente legislatura. Yo, en cambio, supongo que se deben más a una causa que a cualquier fin, y que son la expresión nada cabal de los deseos insatisfechos, las frustraciones y las particulares emociones de quienes vienen haciendo tanta gala del mal perder como fueron antes capaces de exhibir en su mal ganar.
Hasta ayer, se suponía que la malhumoración del líder fáctico fácilmente identificable que el lunes pasado se dedicó durante doce horas a ejercitarse en el onanismo político ante millones de telespectadores respondía a una desviación del carácter del protagonista. Ahora sabemos que es víctima de esa manera de ser del español que embiste cuando piensa. Decía Ortega que "a Baroja no le parece una idea digna de ser pensada... si no es una idea contra algo o contra alguien". Al margen lo acertado o no de la aseveración en lo que toca a la crítica sobre el escritor vasco, esta definición viene como anillo al dedo para explicar en qué se ha convertido el diálogo intelectual de la derecha desde que se vio desalojada del poder. Con sus actitudes y declaraciones, algunos de sus esforzados dirigentes se parecen cada día más a la partida de la porra, y si no usan ésta es porque no la tienen a mano.
De modo que confieso mi perplejidad y mi desencanto cuando veo por los suelos las esperanzas de renovación democrática de la derecha, que cabalgaba inestablemente a lomos de la ambigüedad galaica de un Rajoy y la astucia mediterránea de un Zaplana. Las imágenes de ambos han quedado hechas añicos tras sus últimos verbalismos, considerablemente más calumniosos, violentos y cínicos que las torpísimas declaraciones de un par de ministros del Gobierno. Mientras, la soberanía del Partido Popular ha sido reconquistada al mejor estilo de don Pelayo por un autosuficiente con cara de petit-maître que, quizás iluminado por el cuarto centenario de la edición del Quijote, sigue pensando que todos los molinos son iguales a todos los gigantes. En su comparecencia ante la comisión de investigación sobre los luctuosos sucesos del 11-M, el improvisado quijotillo protagonizó una memorable representación con visos cervantinos, ante la arrobada mirada de su escudero de Ávila y la aceptación -no sé si resignada- de sirvientes y allegados, incapaces todavía de explicarle la conveniencia de poner punto final a su relato. Pero una de las muchas cosas que diferencia a este improbable caballero andante de la figura de don Alonso Quijano es que el último, al fin y al cabo, recuperó la cordura y pudo redimir su destino. En el caso que nos ocupa, los síntomas indican que la disnea política que padece empeora por momentos y no existe ya esperanza alguna de sanación.
Nada de esto sería demasiado grave, al margen la comprobación de que la televisión basura bebe también de las fuentes de la realidad política, si no fuera porque esta bronca descomunal, destinada a salvar la honrilla del anterior presidente del Gobierno, amenaza con volverse como bumerán contra quienes la han orquestado. Lejos de erosionar al poder con sus aspavientos, el principal partido de la oposición parece haberse embarcado en una aventura de autodestrucción muy preocupante. Dado que la histeria política es contagiosa, el mal se expande como la plaga, con lo que comienzan a proliferar grupos de maleducados salvapatrias que, en vez de promover a risa o lástima, como los actores principales del auto sacramental en que se han convertido algunas sesiones parlamentarias, inspiran no poco temor a quienes sabemos de qué son capaces los loquitos cuando, desde las tribunas o los púlpitos, se les dice que la España eterna se encuentra amenazada. Lo peor de todo es que esta cacerolada política evita cualquier debate sobre la gobernación del país y sus alternativas y aleja la perspectiva de contar con una derecha que articule una mínima estabilidad. Por el contrario, hoy tenemos una derecha plagada de interjecciones y huérfana de propuestas.
El "amigo Ánsar" (que debería solicitar al presidente Bush no le llame más así, pues tal vocablo significa ganso en español) olvidó, por lo demás, en su lunar alocución ante el Congreso, que la comisión del 11-M no se creó para que él pidiera explicaciones a nadie, sino para que las diera. Es -o debería haber sido- una comisión de investigación sobre el Gobierno que tenía España antes y después de los atentados: sobre las carencias de la prevención policial, las mentiras oficiales, y la manipulación del dolor ajeno por parte del poder. La investigación de los hechos mismos, y las responsabilidades criminales que de ellos se deriven, no es misión del Parlamento demandarlas: están en manos de los jueces. De modo que la comparecencia del ex presidente, pese a su aspecto adusto y deshumorado, resultó bastante cómica, al menos desde el punto de vista literario. En lo formal, no dejó de atusarse el pelo y juguetear con las gafas, adoptando un aire a lo solo ante el peligro bastante chusco. En cuanto al fondo, a cualquiera de las preguntas que se le hacían respondió con un guión reiterativo, dedicado a ensalzar sus virtudes y lamer sus heridas, para las que al parecer no encuentra aún el bálsamo de Fierabrás. En ese contexto, sus acusaciones a los medios de comunicación (SER y EL PAÍS) sonaban patéticas, aunque hubieran producido pavor pánico, desde luego, en boca de alguien con responsabilidad de poder. Era tan oblicua su mirada, y tan severo y estriado el ceño, que me recordó al valentón de los versos de Cervantes dedicados al túmulo de Felipe II: ... "...Es cierto / cuanto dice voacé, señor soldado. / Y el que dijere lo contrario miente". / Y luego, incontinente, / caló el chapeo, requirió la espada / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. Lo lamentable es que algo ha habido después de todo, pues estos trastornos del comportamiento amenazan con provocar una epidemia de fanfarronería. Los nueve millones de votantes del Partido Popular, y los ciudadanos españoles todos, merecen mayor respeto.
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