Renacer a los 40
La medicación convierte a muchos infectados por el VIH en enfermos crónicos que deben replantearse el futuro
"Mi mujer y mis hijos son mi cuarto medicamento". Luis Morante tiene claro de dónde ha sacado la fuerza para salir adelante. Ha pasado los últimos 15 años (desde 1989) con un huésped indeseable, el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH, el agente que destruye el sistema inmunológico hasta causar el sida). Ahora, con 35, Luis echa la vista atrás con optimismo: "Tuve suerte hasta cuando empecé con la triple terapia en 1996. Reunía las dos condiciones que luego se ha visto que funcionan mejor: era joven y tenía menos de 200 CD4 [el recuento de leucocitos que indica la progresión de la infección; una persona sana tiene más de 800]", afirma.
El año 1996 marcó un antes y un después. Hasta entonces sólo había un medicamento contra el VIH, el AZT. A partir de ese año se empezaron a usar en los países ricos las combinaciones de medicamentos, que han conseguido aumentar al esperanza de vida de los afectados hasta hacer que muchos se consideren enfermos crónicos.
1996 marcó un antes y un después. Hasta entonces sólo había un fármaco contra el VIH
El soporte psicosocial es fundamental para enseñar a vivir a los afectados
"Entonces, cada mañana empezaba a vivir, y no me planteaba nada más", dice Luis. Ahora tiene más de 1.000 CD4, ha suspendido temporalmente la medicación para tratarse una hepatitis C, ha terminado tercero de Sociología, tiene una familia y preside la Mesa de Asociaciones de Sida de Madrid (MAS Madrid).
La recuperación de Encarna M. (41 años, 15 infectada) ha sido más lenta. "En 1996 toqué fondo. Lo pasé muy mal porque muchos compañeros se murieron". Encarna cuenta desde Murcia que nunca se ha quitado de encima una depresión. "Cometí muchas barbaridades, y dejé de ir a los controles médicos. Tenía un carcinoma de útero y pensé que era mejor que la gente pensara que me moría de cáncer que de sida".
Entre las "tonterías" que hizo figura la de abandonar el trabajo. Ahora está pendiente de un tribunal médico para ver si consigue una pensión. "Era cajera en un supermercado, pero lo tuve que dejar. No tenía fuerza, y no quería trabajar cara al público porque tenía el rostro muy deteriorado por la lipodistrofia [uno de los efectos de la medicación que elimina la grasa de las mejillas y deja un aspecto muy demacrado]".
También Sofía S. -nombre supuesto-, de 41 años y 12 infectada, dejó su trabajo. Sofía no quiere dar muchas pistas, porque tiene un niño de 12 años que no sabe que su madre tiene el VIH. "Trabajaba en contacto con la naturaleza. Lo mío era muy vocacional. Siempre he sido muy optimista, muy positiva, pero ahora me doy cuenta de que no estaba tan bien. He pasado seis años sin mirar a un hombre. No estaba a gusto conmigo misma ni con mi cuerpo". Además, Sofía tuvo que superar la noticia de que tenía el VIH con un marido que "lo único que hacía era criticar que estuviera cansada, que no estuviera bien". "Cuando se enfadaba me llegaba a decir que yo debía de haber sido una zorra antes de casarnos, cuando la verdad es que la heroína sólo la probé tres veces. Por suerte ni él ni mi hijo resultaron infectados. Si no, no sé qué me habría hecho", relata.
La lipodistrofia, la coinfección con el virus de la hepatitis C, los problemas para mantener o volver al trabajo o cobrar una pensión son comunes a los infectados por el VIH con más suerte en España (entre 125.000 y 150.000 según el Ministerio de Sanidad). Para el resto la lucha es sobrevivir. No todos lo consiguen: cada año fallecen 1.700 personas por el sida, y ello sin contar las muertes atribuidas a enfermedades oportunistas (infecciones debidas al deterioro del sistema inmunológico) o a la hepatitis C que no se computan como sida, dice Montserrat Pineda, de la ONG Creación Positiva.
A nadie se le enseña a enfrentarse a la enfermedad. "El soporte psicosocial es fundamental. No existe medicación para enseñarte a vivir", dice Luis. Él ha volcado sus ganas en el trabajo. "He sido fontanero, que fue la profesión que me enseñó mi padre; he trabajado de carpintero, de tramoyista. Hice de todo hasta que una responsable del Grupo Interdisciplinar sobre Drogas me ofreció trabajar con ellos".
También Encarna se ha volcado en la militancia, aunque va "por libre". "Tengo una hija de 16 años que lo sabe todo. Intento ayudar todo lo posible. En Murcia hay pocos movimientos". Uno de sus logros ha sido que el Hospital Virgen de la Arrixaca se prepare para operar las caras de los afectados. Pero justo ahora ella ha decidido no hacerlo. "Me niego rotundamente a caminar con la cabeza baja. No tengo de qué avergonzarme", dice. "Creo que es más fácil aceptar mi deterioro que someterme a operaciones que no están dando todo el resultado que se espera", afirma.
En cambio Sofía se aferró a su hijo. "Él no sabe nada. Está hecho una gamberro, y sólo quiere dejar de estudiar", dice, aunque su voz denota orgullo.
Cada uno se plantea de distinta manera el futuro. Sofía está bien económicamente, y se ve viviendo tranquila en su casa de la sierra madrileña. Se ha operado todo el cuerpo, y se encuentra mucho mejor. "Cuando estoy vestida me miro y pienso que todavía no estoy mal", comenta entre risas. Tras la mala experiencia del pasado, la idea de tener pareja no le apetece. "Ahora quedo con un chico. Es sólo un rollete, pero me va bien", dice.
Encarna no descarta trabajar "en un futuro", si se pone "buena del todo". "Ahora estudio informática y alemán. Me gustaría arreglar lo de la pensión. Los inspectores deben tener en cuenta que aunque esté con 500 CD4 llevo mucho vivido encima".
Luis espera acabar la carrera. Y seguir con su trabajo asociativo. "Vengo de la reunión de la Sociedad de Estudios Interdisciplinares sobre el Sida [Seisida]; ayer estuve en una cárcel dando un taller. Me recompensa que la gente que está mal me reconozca y me salude por la calle. Mi lucha de clases es mi lucha contra el VIH", sentencia.
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