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Columna
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Pasaron por aquí

Rosa Cullell

El nuevo turista, el de los vuelings y las despedidas de solteros, el que mezcla la cultura y la cerveza, nos llena Barcelona. A final de año, los visitantes habrán compartido con nosotros 10 millones de noches. En camas de pago. Algunos han abandonado París, Londres o Roma para acostarse en Barcelona. Es de agradecer que se dejen aquí sus ahorros, que nos prefieran a las ciudades europeas de toda la vida, pero esta explosión de amor nos ha cogido por sorpresa. Y empieza a atosigarnos.

A los barceloneses que no trabajamos para el sector turístico -que cada vez somos menos- nos gustaban los viajeros, los turistas accidentales, los escritores de paso que luego eran premios Nobel y explicaban en Le Monde sus años juveniles en Barcelona. El nuestro era un viajero cosmopolita que, como Don Quijote, se emocionaba al ver el mar y, andando por una de las viejas calles del XVI, descubría un letrero que decía: "Aquí se imprimen libros". Nos contentaba pensar que, en nuestra playa, el más famoso hidalgo de la literatura había sido derrotado por el Caballero de la Blanca Luna.

Barcelona es ahora el paraíso encontrado para el turista. Habrá que preparar alguna estrategia

El turista ha tardado siglos en pisar esa playa. Ni siquiera la visitó en los sesenta, cuando llegaron a España las nórdicas y los alemanes, y se hicieron películas tan entrañables como ¡Que vienen las suecas! En Cataluña, el turista se instalaba en la costa, ya fuera Brava o Dorada, para tostarse al sol. Los más audaces dedicaban una mañana a la Sagrada Familia, y no encontraban más motivos para bajar del autobús en aquella ciudad gris de provincias. Una ciudad que, como dijo Borges, nada más verla y salir pitando, era "una villa muy desagradable". El único argentino que no decidió quedarse por aquí confesó: "Estaría tentado de añadir que es lo peor de la península: horrorosa, vulgar y estridente". ¡Que definición más literaria de nuestro querido Barrio Chino! Esas calles que unían La Rambla y el Poble Sec aún no se habían convertido en la actual mezcla de diseño y marginación. Entonces era pobreza pura y dura, pero blanca, con sus putas y sus mercerías de toda la vida.

Las cosas han cambiado. Los señores que se desplazan en grupo han decidido tomar nuestros viejos barrios, comer hamburguesas en las escaleras de los museos y reventar nuestras pequeñas papeleras, pensadas para el paquete arrugado de tabaco. El Ayuntamiento gasta más dinero que nunca en limpiar plazas y baldear esquinas, pero en cuanto se va el camión del agua, llega una alegre pandilla que celebra la despedida de soltero de un tal Harry meándose en las farolas. Los clientes del after-hours, que lo ven, piensan que si los turistas se alivian, pues ellos también. Y vuelta a empezar. A los barceloneses, según las últimas encuestas, ya les preocupa más la limpieza de las calles que la seguridad. Todo hay que decirlo, los nuevos turistas son pacíficos.

Estas gentes de bien llegan, previo pago de dos duros, a las nuevas terminales de turismo barato, pasan de largo de playas y pueblos costeros, y se sientan tranquilamente en nuestros bares a beber y comer, encantados de no habernos conocido. Ellos vienen por lo del gótico, la cultura y los gin-tonics, no siempre en ese orden. Con el aumento de la demanda, las terrazas del Eixample y la Ciutat Vella ya no están al alcance de la puñetera vida cotidiana. El "cafelito" de la mañana en los sitios de siempre no es una rutina, es un lujo. Y la antes modesta pero siempre rica costumbre del aperitivo está desapareciendo. El pincho del chiringuito moderno va de la bolsa de patatas al bacon hasta la bolsita de almendras revenidas; con ligeras variaciones, como la tortilla de patatas seca. En los restaurantes de primera línea, la mestressa lleva walkie-talkie para comunicarse con la cocina: "Ahora hacemos paellas al por mayor, no es como antes que conocíamos a todas las familias de los domingos". El turista nos ha desplazado y nos está cambiando las condiciones de vida. Ni rezar es gratis. En horas punta, la catedral cobra entrada y los devotos del Cristo de Lepanto esperan, no siempre pacientemente, a que salgan los turistas para echar unos padrenuestros.

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El dueño de mi granja, que está mosca porque no le entra ni un turista con lo cerquita que está del Macba, tiene su teoría: "Aquí, menos cuatro atontaos, entre los que me incluyo, todos los demás viven del guiri. Fíjese que la droguería de enfrente es ahora un loft y se alquila por 150 la noche". Las casas de los señores del siglo XIX se vacían por dentro y se convierten en hoteles, y los cuartos de piso de la Barceloneta van a millón el metro cuadrado. No son viviendas, son una inversión: los turistas pagan por día y a tocateja.

La gallina de los huevos de oro no ha muerto, sigue poniendo, aunque se ha mudado. Ahora el gallinero está plantado en el viejo patio de nuestra ciudad. Es una ciudad cuyo futuro parece irremediablemente ligado al turismo, que se ha enamorado de nosotros, como antes se enamoró de Venecia o de Roma. Los economistas las llaman ciudades ocio. Las cifras les dan la razón: los turistas gastan aquí más que en ninguna otra ciudad española, alrededor de 440 millones de euros en lo que llevamos de año.

Mientras ellos gastan y se lo pasan bomba, los barceloneses empezamos a parecernos a los parisienses, esos ciudadanos huraños y resentidos que recuerdan con añoranza cuando el plat du jour era bueno y barato, y cuando había un colmado por manzana. O a los venecianos, que viven agazapados y ni siquiera se atreven a invitar a su amigo extranjero al restaurante de siempre, no sea que comente la calidad del risotto con algún americano. El turista busca nuevos universos y Barcelona es ahora el paraíso encontrado; o sea que van a seguir pasando por aquí. Habrá que preparar alguna estrategia.

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