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COLUMNISTAS
Columna
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Otro diciembre

Desconcertante diciembre el que se avecina. Con la cristiandad amenazada, pero dispuesta a celebrar santamente la Navidad. No se preocupen, pues, los establecimientos de electrónica ni de telefonía: ni la cimitarra islámica ni el puño y la rosa del socialismo ateo podrán impedir que los comerciantes se pongan las botas, ni que los mártires de Occidente se pongan al día.

En lo que a mí respecta, en este invierno de nuestro desconcierto, cada día que pasa contemplo al mundo con mayor estupefacción. Sobre todo el mapa del mundo. Un amigo mío, que es amigo mío a pesar de que está siguiendo un cursillo para teocones en los Alpes, dice que eso me ocurre porque, al carecer de fe (la fe que mueve montañas, sobre todo cuando las bombardea; hay un trasiego de montes generalizado que, no se rompan la cabeza con teorías ni con realidades, viene de la pura fe), en justa correspondencia todo me es adverso, incluida la información telefónica: cómo echo en falta a las señoritas del 003.

En mi juventud se hacían hasta películas de las telefonistas (las telefonistas italianas eran los mejores: tenían la gracia del predesarrollo y el garbo de quien ha sido liberada del fascismo), pero con tanto cruce de números para obtener el dato que nos interesa, con tanto ente como flota en el ambiente, en la actualidad tengo que conectarme haciendo espiritismo. Lo de las guías, el listín, también es una especie de maldición laica (iba a escribir bíblica, pero no quiero que me acusen de usurpadora: dejemos tranquilo al Libro con sus maldiciones y sus plagas), porque, si lo pienso, ahora dispongo de más guías de mi ciudad que nunca, pero no me aclaro a la hora de buscar lo que necesito, entre colores de páginas, novedades en mi distrito, adivina dónde están las tiendas guay y una serie de pestiños que ocupan varias estanterías. Y me doy con un monumento histórico cuando preciso de un cerrajero, o me encuentro con una selecta oferta de restaurantes sushi cuando sólo aspiro a hallar el número de la florista.

-Eso es porque te falta fe. No crees que el mundo funciona mejor que nunca ni que la democracia se haya instalado por fin en Oriente Medio.

-¿Quieres decir? -pregunto, modosa, no sea que por ausencia de creencias vaya a quedarme también sin amigos.

-Por supuesto. Deberías rezar más.

Es algo que me estoy planteando seriamente. Rezar con verdadera devoción, como hice durante aquel año de mi adolescencia en que me sentí acendradamente católica y, como resultado, pensé que todos los que no pensaban como yo iban a arder en el fuego del infierno por toda la eternidad, ya que cometían actos impuros y encima no se lo contaban todo a un señor con faldas que escuchaba en la oscuridad de una especie de caja vertical con rejas, mientras emitía jadeíllos o jaculatorias, ahora no recuerdo bien. El caso es que nunca fui más feliz que durante la temporada en que tuve fe verdadera.

-Es que no te comprendo, de verdad -insiste mi amigo, que por cierto va a la misma clase de teoconismo que un primo lejano de Alejandro Agag-. Una mujer como tú, inteligente y vivida. Deberías saber que el ateísmo no compensa. Dios está con el que se ayuda, no con las cabras locas y sueltas como tú.

-Bueno, en el diario estoy en nómina -opongo, débilmente.

-¡Ni comparación con el paraíso! -sigue, exaltado-. No puedo entender que no quede en ti ni siquiera una brizna, un suspiro, un mensaje, procedente de aquella época en que, según me has dicho, te postrabas ante un Sagrado Corazón de Jesús sangrante y le pedías que les diera morcilla a todas las niñas delgadas de tu barrio.

-Pues mira, sí, recapacitando, me parece que hay algo en lo que sí creo.

-¿En qué? -hay que ver cómo es la fe, que hasta la mía posible le pone a mi amigo así de ilusionado.

-Creo firmemente que este año nos volverán a colocar el reportaje de cómo se celebra la Navidad en el pequeño y pintoresco pueblo de Belén.

-¡Albricias! ¡Hay salvación para ti!

-De lo que no estoy tan segura -apunto, tímidamente- es de que quede alguien en Belén y alrededores.

-Oh, demonios.

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