Influencias y mimetismos
Lo que se podría llamar la épica interior (si el oxímoron es aceptable) del escritor temeroso de colapsar en el silencio, está produciendo estrategias narrativas que son trasunto de esas preocupaciones. Hasta tal punto que la figura del escritor se impone en la novela, en calidad de personaje, representando un enigma que se proyecta con mayor misterio que la propia obra. Aunque esto no es demasiado nuevo -hay precedentes memorables en Henry James, en Nabokov, en Borges, en Paul Auster-, sí resulta notable la inflación que este engorro viene sufriendo a partir, sobre todo, de Bartleby y compañía, de Vila-Matas, que, entre otros méritos, ha desplegado la coartada de la impotencia creadora, paradójicamente muy fértil, y un espléndido muestrario donde el nuevo escritor puede elegir el modelo que mejor se adapte a su mitología personal. Hay donde escoger, desde luego. Pero, más allá de la identificación consoladora -idónea para aliviar el desánimo, manteniendo en activo, aunque muda, la condición de escritor-, Bartleby y compañía ordenaba un santoral de figuras que, para estos tiempos escépticos, sacralizaba la literatura, incluso cuando ésta deja de serlo. Un malabarismo que para sí quisieran los teólogos de la Edad Media. Vila-Matas expandía así, hasta límites improbables, el territorio de la ficción, o tal vez se podría decir que insuflaba ficción en la mismísima nada, o lo que es igual, en el virtuosismo verbal y en la coquetería. Esa taxonomía o manual de autoayuda para escritores en ciernes no ha perdido intensidad, y hoy constituye un mundo de referencias.
Adscribirse a ese santoral es
fácil; basta con sentir que hay, en algún sitio, un destino literario que se escabulle, y urdir frases donde el escritor, la literatura o la recepción pública son sujetos con predicados donde colisionan el ingenio, la queja y el abaratamiento de la precisión. Frases del tipo: "Un escritor es un ser asocial condenado a las mazmorras del presente para lavar los lodos del pasado y destilar apenas unos miligramos de futuro". Que vaya usted a saber qué quiere decir, más allá del juego aéreo con el tiempo. O bien: "Son tiempos estériles, en los que el arte es publicidad, la mejor literatura está al servicio de los fabricantes de compresas y las casas están llenas de cuartos de baño". Uf, quién lo diría. Estas y otras frases de índole semejante -la novela las tiene a canastadas- pertenecen a Morir en agosto, de Javier Martín (Teruel, 1965), quien parece haberse propuesto tocar el firmamento literario, no tanto por la calidad intrínseca de su novela, sino por la adaptación y el autoacoplamiento al lado de nombres de prestigio actual (Vila-Matas, que lo refrenda con un prólogo, además de aparecer como personaje; Javier Marías, aludido en relación al Reino de Redonda; Roberto Bolaño, también con su correspondiente cameo; Leopoldo María Panero, igualmente con intervención estelar), en cuya compañía Morir en agosto se arma como un artefacto metaliterario para poner en la nómina de los bartlebys a Santos Puebla, un autor sin obra que, cuando decide escribir su esperada novela, simplemente demuestra que su mediocridad es insalvable. La prueba definitiva de su ineficiencia ocupa toda la tercera parte -que sería la novela propiamente dicha-, mientras las dos anteriores y el preámbulo se dedican a fabricar el misterio de su condición de escritor que no escribe. "Mi novela no es mi novela", dirá Santos Puebla, "sino la del protagonista de la novela, que aceptando de antemano su fracaso como escritor, opta por dejar que sean los personajes quienes escriban la novela". Pese a la complacencia retórica que exhiben esos personajes, sus testimonios resultan más interesantes por sus claves teóricas que la narrativa de Santos Puebla. ¿Acaso no hubiera sido mejor dejar también el fracaso del escritor en la niebla teórica? Seguramente, pero entonces Morir en agosto no sería una novela, sino un proyecto inacabado. Con la confesión final de Santos Puebla, y la exposición de su "verdad terrible", la novela se completa, pero desinfla toda expectativa y queda en una reiterativa y architópica reflexión sobre la culpa y el remordimiento.
Con La extrañeza de un cielo
que no es el tuyo, Luis Morales (Península Ibérica -sic-, 1971) insiste igualmente en el calvario íntimo del escritor, antes de que esa palabra, dice su protagonista, "fuese adulterada por pregoneros del vacío, mercenarios de la crítica y profesionales del oportunismo". La novela es una crónica generacional más bien escéptica, aunque dosificada con gracejos y alguna que otra gamberrada, de un grupo de amigos que, durante la noche de un viernes y el día siguiente, pasan con estrépito de un bar a otro, "como única alternativa contestataria a lo anodino de la cadena de montaje del Estado del bienestar". Su funambulesca odisea, una calcomanía desgastada del costumbrismo urbano de los noventa, no propone nada que no se haya leído ya cien veces. Pero incorpora a un escritor secreto -Oliverio Moraes-, sobre quien recae el compromiso de ser la conciencia de la novela y poseer, además, una voluntad creadora amenazada "por la pesadilla de eternizarse en el anonimato o de ser borrado del mapa por un par de malas críticas". La novela deviene así en una suerte de preservación que, por un lado, mimetiza la banalidad actual, y, por otro, intenta incriminarla refugiándose en el convencimiento de que son "malos tiempos para la emoción, el sosiego, la búsqueda, la versatilidad y el delirio poético". Esto de culpar a la época de la anulación de la vocación literaria, actitud últimamente muy extendida, está construyendo un limbo muy poblado de escritores quejumbrosos que no logran asentarse en los predios de la cultura. Luis Morales demuestra una sutil perspicacia en detectar la invalidez de esa quejumbre, pero no consigue sacar a su escritor del limbo en que él mismo lo ha instalado.
La gata negra, de Cipriano Torres (Granada, sin fecha), es una narración estricta, un puro melodrama de provincia, con su punto exacto de exageración, lirismo y zafiedad, que cuenta el descalabro de una mujer, Isolina Cordón, vejada por las tonterías machistas y sus prejuicios, y salvada por una sólida determinación de no ser una víctima estéril de las circunstancias. Un personaje bien dosificado de tremendismo trágico, y por tanto impredecible; una heroína de la verdad de los sentimientos que, cuando su matrimonio embarranca en los celos injustificados, en la humillación y en la ruina, todavía tiene fuerzas para encontrar una salida, al margen de la represión condenatoria del pueblo, de las maledicencias y del marido postrado en una silla de ruedas -a causa de un intento patético de suicidio arrojándose al paso de un tren-, y transformado en su peor enemigo. El retrato social, la atmósfera primitiva y la radiografía moral que se desprende de esta novela, escrita con una prosa excelente, extiende una acerba reprobación sobre la vida comunitaria en los pueblos, tal vez hoy desfasada, pero aún congruente gracias a la fuerza narrativa con que Cipriano Torres enfoca el ámbito rural elevándolo a metáfora de la vida presente.
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