La educación en valores, una asignatura imprescindible
Cada vez que se produce un acontecimiento criticable o rechazable, sobre todo si se reitera en el tiempo y se producen daños graves a la convivencia e incluso daños personales, incluidas muertes, surgen voces que reclaman en la educación, en todos los niveles, la presencia de acciones y de enseñanzas que propicien el conocimiento de valores y de principios que puedan servir de antídoto a esas situaciones. Cada semana, después de la estadística de accidentes en carretera, encontramos opiniones que reclaman para acabar con esa plaga una adecuada educación para la circulación. Lo mismo ocurre cuando un acontecimiento luctuoso se produce en una escuela o en un instituto, consecuencia del acoso o de la violencia que unos sufren y que otros infligen, cuando la llamada violencia de género se cobra una nueva víctima, o cuando un grupo de emigrantes es apaleado por unos salvajes ignorantes, que creen que la violencia soluciona problemas. Con estos hechos o con otros parecidos se propugna una respuesta, por supuesto policial y judicial, pero sobre todo educativa. En este campo se reclama una asignatura que forme en la importancia de la seguridad vial, que esté atenta sobre la violencia en general y sobre la violencia de género en particular, y que señale los antídotos, como el respeto, la igualdad y la tolerancia. En el proyecto de ley sobre la violencia de género, texto ambicioso y generoso, aparece esa asignatura de la educación cívica, aunque muy especialmente dedicada a combatir ese tipo de violencia.
Todas estas reclamaciones son el signo de un problema serio, pero no suponen un diagnóstico adecuado, puesto que se limitan a aspectos concretos sin abordarlo en su plenitud, con todos sus perfiles y con todos sus matices. Los brotes de especial virulencia que producen esos fenómenos preocupantes de falta de civismo, de violencia y de muerte, son sólo la punta de un iceberg que abarca a todas las dimensiones que afectan a lo que llamarían una pedagogía de la libertad. El derecho es un medio de socialización o de seudoculturización fuerte, basado en el consenso y en la coercibilidad, a través de las sanciones y penas que puede imponer, pero su utilización exclusiva, sin otras medidas más en profundidad, es incapaz cuando falla el consenso y sólo queda el uso de la fuerza. El consenso sólo puede ser fruto del convencimiento, de la adhesión razonable a los valores principales del sistema, desde la idea de dignidad humana hasta las de libertad, igualdad y solidaridad y sus concreciones, como la tolerancia, el rechazo de la violencia y la defensa de la solución pacífica de los conflictos. En la formación recta de las conciencias, que es condición de la comprensión sobre el valor de la obediencia al derecho en las sociedades bien ordenadas, la educación es un instrumento indispensable. Sólo la convicción razonable y libremente entendida y aceptada que procede de una formación pensada, estable y sistemática. Necesitamos una asignatura sobre la educación en valores que no puede ser improvisada, ni coyuntural, ni oportunista, sino sistemática, completa y adecuada a la edad de los alumnos y que exige una estabilidad y una permanencia para que pueda producir frutos.
Con su implantación se deben despejar algunos prejuicios. Los más mayores tendremos que descartar cualquier comparación con el adoctrinamiento que suponía la llamada formación del espíritu nacional, un patético intento de intoxicación con los "ideales" del franquismo, del falangismo y del nacional-sindicalismo. También se debe rechazar cualquier paralelismo o cualquier comparación con la enseñanza de la religión. No es una asignatura para los que no hagan religión, sino general y para todos los estudiantes, como una pedagogía de la convivencia y de la libertad. El peligro del agustinismo político es que se mantenga la idea de que los creyentes no necesitan del derecho, que debería ser sólo para los pecadores, y la tentación de hacerlo como alternativa a la religión.
Superadas esas dificultades, el Estado debe tomarse en serio la asignatura y debe darle un status de materia principal, evaluable y explicada por profesores solventes y competentes, como un cuerpo estable y en plena dedicación reclutado entre licenciados universitarios, especialmente juristas, pero también politólogos, historiadores, filósofos o sociólogos, que dominen unos programas exigentes, externos y profundos, a partir de los cuales se programen las enseñanzas de ética pública y de derecho, necesarias para una sociedad democrática. Sin descartar que pueda existir en la enseñanza secundaria una enseñanza inicial adecuada a la edad y que sirva como introducción a la que de manera principal se debe impartir en el segundo curso de bachillerato.
Sólo si existe voluntad de implantar esos "rudimentos de ética y derecho", como se llamaba la asignatura a principios del siglo XX, esta operación producirá resultados y servirá para orientar adecuadamente a los alumnos sobre las reglas de la convivencia y sobre el funcionamiento de una sociedad democrática y de su derecho. Si el Gobierno se decide a realizar esa reforma, se habrá producido un cambio revolucionario en la enseñanza preuniversitaria y se producirán, sin duda, resultados positivos para la convivencia, con un modelo de ciudadanía que respetaría al otro como tal otro e igual en dignidad y en derechos.
Ahora sólo reciben esa formación en la Universidad los estudiantes de Derecho, de Ciencias Políticas y en algún caso de Humanidades; con la reforma sería una enseñanza generalizada y universal, e impartida por profesores especialmente preparados. Sería hacer el trabajo a medias si se implantase la asignatura y se atribuyese su docencia a profesores ya existentes, como los de Filosofía e Historia. Éstos deberían tener acceso al nuevo profesorado, como los juristas y los politólogos, pero a todos se les debe exigir una formación especializada y propia para impartir la asignatura, que se podría llamar "Ética pública y Derecho". No se trata de hacer desde estas líneas el programa de dichas enseñanzas: para eso existen en la Universidad española centros especializados y deseosos de colaborar en la mejor preparación de esa asignatura.
Se puede, sin embargo, adelantar que una primera parte debe cubrir los principales aspectos de la ética pública desde su raíz moral última, que es la ideade dignidad humana. Su desarrollo son los valores superiores de libertad, de igualdad, de solidaridad o de seguridad. El paso de la ética pública al derecho, con la mediación del poder político, llevará al estudio de las relaciones entre ética, poder y derecho en el mundo moderno. Los principios jurídicos, los derechos fundamentales y los procedimientos, las reglas de juego que marcan los comportamientos posibles, completan el programa, que puede cerrarse con un análisis de los conceptos jurídicos fundamentales.
Esta propuesta de programa u otra que permita la visibilidad del complejo instrumento que es el derecho en las sociedades democráticas, tan asociado con la ética y con el poder, pueden ser el punto de partida de un cambio revolucionario en la enseñanza en España.
De esas enseñanzas los estudiantes de bachillerato comprenderán lo importante que es el respeto, además de a los demás, al medio ambiente, a la fauna y a la flora. Comprenderán que todas las ideas son libres y que nadie debe interferirlas ni violentarlas. La Constitución permite que incluso las ideas que vayan contra los ideales más profundos de nuestra convivencia puedan ser defendidas si no producen un claro y presente peligro de propugnar la violencia para su consecución. Sabrán los estudiantes que deben desterrar cualquier tentación de violencia, que se debe obedecer a las leyes y respetar a las autoridades legítimamente derivadas del sufragio universal, sin perjuicio del derecho de todos a criticar o protestar y a recurrir ante los tribunales los actos políticos y administrativos que lo merezcan. Deben saber, sobre todo, que la libertad, como decía Montesquieu, consiste en hacer lo que las leyes permiten, porque si se pudiera hacer lo que prohíben todos tendrían ese poder y ya no habría libertad.
Defender el derecho en la sociedad democrática como el mejor cauce, junto con la educación, para una convivencia ordenada, no debe suponer crear ciudadanos sumisos. Se debe impulsar la libertad crítica, la independencia y la autonomía de todos para rechazar a gobernantes corruptos, autoritarios o falaces, y para desterrar la manipulación y la mentira de la vida pública. Es una asignatura, en fin, capaz de formar a ciudadanos libres e iguales en derechos. Sólo con ser capaz de poner en marcha esta iniciativa el Gobierno habría justificado la legislatura. Tanto mejor si, además, hace más cosas y cubre otros objetivos.
Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III.
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