Un Brasil con partidos
Todos los países son particulares. Unos, por gigantescos territorialmente, como Rusia o Estado Unidos; otros, por lo opuesto, como Suiza u Holanda. Unos, por homogéneos, como Francia; otros, por diversos, como Canadá. En América Latina las cosas no son distintas, y por ello, asimilar simplistamente a Venezuela con Argentina, o Ecuador con Chile, puede llevar a confusiones.
Desde esa perspectiva, las particularidades de Brasil son notables. Para empezar, su naturaleza de país-continente es el fruto de la milagrosa preservación de la unidad del Portugal americano, alcanzada al producirse la independencia de las Madres Patrias, cuando el mundo hispánico se fragmentaba en una veintena de Repúblicas. Para seguir, fue monarquía hasta 1889, en que un golpe de Estado derrocó al apacible don Pedro II, pero ese legado "imperial" impregnó al país para siempre de un espíritu de continuidad histórica y visión universal de largo plazo de la que, en términos generales, se careció en el resto del hemisferio. Natural corolario de esta deriva histórica, Brasil no vivió una revolución de la independencia, pues la propia monarquía le desgajó del Portugal y asumió su autonomía nacional. Ello produjo consecuencias de toda índole, desde la naturaleza del Ejército, heredero de quienes hicieron la guerra contra la invasión napoleónica, hasta la falta de esos héroes emblemáticos que pueblan las plazas y el imaginario colectivo de toda la América. El propio presidente Lula no hace mucho tiempo dijo, con mucha gracia, que cuando realiza visitas oficiales siempre está en el programa alguna ofrenda floral al héroe nacional del país anfitrión, mientras que cuando él recibe visitantes y piensa en algún brasileño emblemático, equivalente a héroe nacional, le vienen a la cabeza Ayrton Senna o Pelé...
Esa configuración histórica, en un territorio enorme y diverso, no favoreció por cierto la formación de los partidos políticos que en la América española nacieron de los caudillos revolucionarios. Las primeras tendencias nacen bajo el imperio como Liberales y Conservadores, agrupamientos parlamentarios muy laxos, que en principio representaban el sentimiento afín a sus definiciones, pero que en los hechos no siempre actuaban congruentemente con su apelación. "Los dos partidos normales en el Brasil se reducen a uno sólo: el del poder", escribió Rui Barbosa, con espíritu crítico.
El advenimiento de la República no mejoró el sistema, pues un acentuado federalismo, defendido ardorosamente por cada Estado, propició más el desarrollo de partidos locales que de organizaciones nacionales. La revolución de Vargas en 1930 -con mucha inspiración mussoliniana- intentó marchar hacia la idea del partido único y es recién en 1946 que aparece en los textos constitucionales el partido de ámbito nacional como estructura de postulación electoral. Naturalmente, no es lo mismo norma que realidad, y las diversas configuraciones partidarias de esos años fueron más coaliciones de partidos estaduales que verdaderas corrientes nacionales. Baste recordar que los dos presidentes que lograron mayores victorias electorales ni siquiera terminaron sus mandatos, Getulio Vargas por su suicidio y Janio Cuadros por una enigmática renuncia.
En 1964 el golpe militar genera una situación extraña, porque el propio Ejército pasa a actuar como un partido, al tiempo que -con proscripciones y prohibiciones- mantiene una cierta fachada democrática, con elecciones de Estados y un Parlamento abierto. Bajo una dictadura férrea nació así una oposición, que fue ganando espacio y elecciones, algo que no pasaba bajo ninguna otra dictadura. La Arena, oficialista, y el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), opositor, generaron una curiosa dialéctica, abriéndose luego el espacio a nuevos partidos. El régimen intentó todo tipo de trampas electorales para preservar su poder, especialmente en el proceso de salida democrática que venía orquestándose. Lo cierto es que en 1985 se da la curiosa situación de que, dentro de las reglas concebidas por los generales para preservar su influencia, termina ganando las elecciones una fórmula opositora compuesta por Tancredo Neves y José Sarney, que armaron -muy brasileño también- una ingeniosa combinación, una vueltita (el clásico jeitinho), según la cual sumaron fuerzas disímiles con las que construyeron una amplia apertura.
Toda esta larga historia es el preludio para afirmar que hoy en Brasil se está dando lo que nunca antes: una consolidación partidaria que le ofrece al sistema un funcionamiento de estabilidad sin precedentes. Dos partidos muestran un avance sistemático. Son el Partido de los Trabajadores (PT), en el poder, y el Partido Socialista Democrático de Brasil (PSDB) (anterior partido gobernante bajo Fernando Enrique Cardoso), que no sólo mostraron a sus candidatos disputando la presidencia en las dos últimas ocasiones, sino que tanto en las elecciones de gobernadores y las muy recientes municipales ratificaron progresos en su dimensión nacional. El equilibrio entre ambos es muy balanceado, a tal punto que la reciente elección de José Serra (rival de Lula en la contienda presidencial) como alcalde de la megalópolis de San Pablo, muestra un poder compensatorio a la hegemonía gubernamental, sobre todo si se piensa que ya el gobernador del Estado más poderoso de la República Federativa también es del mismo partido, el PSDB.
Compitiendo y articulando con las dos grandes organizaciones, persisten el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y el Partido del Frente Liberal (PFL), que vienen desde el final del periodo militar y que, además de ser titulares de una fuerte bancada parlamentaria, aún son la mayoría de los gobiernos locales. Sin embargo, se mueven más en torno a figuras personales relevantes que a una definición programática y una identidad nítida.
Estamos entonces ante un nuevo Brasil político, más estable, más maduro, más civilizado. Tanto Lula como Cardoso y Serra provienen de la izquierda, aquél, de un sindicalismo radical; los otros, de una socialdemocracia intelectual. El éxito político los ha matizado sustancialmente. Lula aplica una política económica ortodoxa y deviene socialdemocrático, conduciendo un Gobierno de coalición con partidos de centro-derecha, mientras Cardoso, luego de su excelente Gobierno, queda ubicado en un vasto centro ideológico y social.
Lo más importante es que este proceso no se reduce a la mecánica política. Es la resultancia natural de un país que, a despecho de sus grandes desigualdades en la distribución del ingreso, históricas desigualdades que arraigan en tres siglos de economía basada en la esclavitud, en los últimos años viene construyendo sus clases medias. Pensemos que los niños entre 7 y 14 años que no iban a la escuela hace diez años eran un 19% y hoy sólo apenas un 3%, la mortalidad infantil era de 44 por mil y ha bajado a un 28 por mil y que la tasa de analfabetismo cayó de 16,4 a 10,9; que los hogares con teléfonos eran el 19% y hoy superan el 61% y los que acceden a la luz eléctrica ya son el 96,7%. Estos mismos números nos dicen que todavía deberá luchar contra irritantes injusticias, pero ya no estamos en aquel Brasil en que, para la gran mayoría, el solo momento de felicidad era la orgía festiva del Carnaval.
Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.
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