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Columna
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El horror

El pasado 7 de marzo, J. B. M fue al cine. En Sevilla. Necesitaba un rato de ficción: una historia de amor laberíntico en la que se deshace al final el laberinto, un thriller que implica en tareas de alto espionaje a jerarcas de apariencia decente, una fantasía de trama ultragaláctica quizá, con engendros invencibles que acaban siendo vencidos; tal vez una leyenda gótica, con su truculencia de sangre y dolby sorround. Una ficción cualquiera, en fin, porque el género humano, según se temía el poeta T. S. Eliot, no soporta demasiada realidad.

Al sentarse en su butaca, J. B. M. notó un dolor en el muslo, un dolor no sólo imprevisto, sino además incomprensible: "¿Qué es esto?" El misterio se resolvió al instante: J.B.M. tenía clavada en la pierna una aguja. De todas formas, el misterio resuelto dio origen a otro misterio irresoluble: ¿qué hace una aguja en la butaca de un cine? ¿Una aguja puesta allí adrede para que alguien se la clave? De ser así, ¿por qué, para qué? J. B. M. perdió de repente su necesidad de ficciones: él mismo se había convertido en un personaje de ficción. Un personaje que llega a un cine y que, al sentarse, se clava una aguja contaminada por una bacteria experimental que convierte a los humanos en vasallos criminales de una organización secreta y maligna que desea hacerse con el control político de EEUU, como si a EEUU les hicieran falta alicientes de ese tipo. Por ejemplo. Un personaje de ficción que va a un cine a distraerse durante un rato y que, de pronto, ingresa en una película de terror cuyo principio no parece gran cosa: alguien que va a un cine y que, al sentarse, se clava una aguja. Y ya luego lo que venga, que puede ser incluso lo impensable.

Es curioso: imaginamos el horror a gran escala, magnificamos el origen del miedo. Tememos una guerra nuclear, un terremoto, un atentado con aviones suicidas, una explosión en el metro, una nueva glaciación que convierta nuestro planeta giratorio en una cubitera giratoria... Pero todo el horror cósmico puede concentrarse ahí: en la punta metálica de uno de los objetos más pequeños de cuantos ha concebido el ser humano en su larga trayectoria de invenciones. Una simple aguja, sacada de un costurero o de un botiquín y echada a rodar por el mundo, tiene la capacidad de convertirse en un arma intimidatoria y terrible: alguien nos apunta con una pistola y podemos pensar que está descargada, o que es de pega, pero si alguien nos amenaza con una aguja pensamos, de modo invariable, que ese pequeño utensilio lleva en su superficie pulida un germen invisible de muerte. Tienen ese don las agujas.

Según declara ahora a la prensa, J. B. M. vivió durante seis meses aterrado, esperando el resultado de unos análisis que confirmasen o que disiparan sus temores. Seis meses con la imagen de una aguja clavada en lo más hondo del pensamiento, allí donde se gestan los peores conflictos de conciencia: el pánico a la muerte, pongamos por caso. Seis meses. Desde aquel día en que entró en un cine, se sentó y se preguntó: "¿Qué es esto?" Y J. B. M. se quedó sin ver la película, porque le tocaba protagonizar una película más larga, de guión más irracional, de esencia más aterradora.

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