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Columna
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¿Un ministro para la esperanza? / 1

Miguel Ángel Moratinos acaba de poner punto final al rumor ya muy extendido que pretendía que el Gobierno se oponía a todo tipo de controversia sobre el tratado constitucional, pues lo único que aceptaba eran las operaciones de difusión y propaganda. Con su artículo del jueves 11 en EL PAÍS, el ministro de Asuntos Exteriores cierra la veda, si veda había, y abre la vía, lejos de urgencias y de tapadillos, al debate, de manera frontal y brillante, inaugurando así la campaña de pedagogía ciudadana sobre los pros y los contras de la Constitución que se nos propone. Por esa brecha, a cuya apertura me honro en haber contribuido, hay que desear que entren todos los concernidos por el tema, defensores y adversarios, hasta lograr convertirlo en objeto de un gran debate nacional. Pues la coyuntura política mundial, el triunfo de Bush y la fase actual de la construcción europea, colocan en primera línea a la Europa política y hacen de su debate una práctica pública imperativa, que invalida las potencialidades funcionalistas.

Tiene razón el analista Moratinos cuando reivindica los servicios prestados a la causa europeísta por el funcionalismo. Y añado yo que, sobre todo, cuando haciéndose trampas a sí mismo nos daba liebre política bajo la piel del gato económico. De entre los numerosos casos en que esto sucedió, sólo uno pionero y emblemático: la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Pocas iniciativas más unívocamente económicas que la CECA, cuyo único propósito explícito era promover el desarrollo de una industria europea, pero que al escoger como contenido de su actividad al carbón y al acero y someter su control a una autoridad europea, sometía a control la producción de las armas de entonces. Y sin armas no hay guerras, con lo que hacía de un aparentemente inocuo ejercicio económico el instrumento determinante del más eminente objetivo político: la defensa de la paz. Añadiendo además una modalidad en el funcionamiento metagubernamental del poder, que todavía no hemos vuelto a alcanzar: los Comisarios, una vez nombrados, son tan absolutamente autónomos de sus gobiernos que éstos no pueden ni acortar sus mandatos ni menos aún revocarlos. Pero eso que cabía en el inicio de los años cincuenta no es posible en estos tiempos oscuros de bombas anónimas y asesinatos selectivos, de exterminios a distancia, de contiendas permanentes y universales entre el Bien y el Mal, en los que, parapetados en sus trincheras teológicas, económicas, ideológicas y mediáticas y bajo el manto del terrorismo/antiterrorismo, clausuran toda esperanza de un futuro mejor. Al igual que tiene razón el ministro Moratinos cuando afirma que, sin estos cuarenta años de institucionalización europea, el panorama social en nuestro continente sería mucho más inhóspito. Y las pruebas más a mano nos vienen de Estados Unidos donde en materia de sanidad, retiro, relaciones laborales, seguridad en el empleo, etc., la comparación de indicadores en ambas áreas nos sitúa en una envidiable superioridad. Pero si no salimos de Europa y enfrentamos la Europa laboral y social de los años 1950/60 con la de estos primeros años del siglo XXI, la situación es distinta y preocupante. Pues, como señalaba en el tercer artículo de la serie "Ambiciones europeístas", nuestra regresión no puede ser más patente, ya que hemos incorporado un paro de dos cifras como componente indisociable de la actual estructura del mundo del trabajo y hemos hecho de la alta precariedad del empleo el único regulador válido de una cuestionable estabilidad socioeconómica.

Comparto con Miguel Ángel Moratinos la opinión de que la Constitución que se nos propone no puede dar respuesta y solución a todos los problemas, disfunciones e injusticias de la presente sociedad europea. Entre otras cosas porque ni siguiera disponemos de propuestas reales y operativas con las que hacerles frente. Sabemos muy bien lo que no funciona en nuestro sistema económico y en nuestros regímenes políticos -la democracia pluralista, los partidos políticos, la participación ciudadana, la representación institucional, los medios de comunicación y la opinión pública, la economía real, el capitalismo de mercado-, pero no sabemos cómo hacerlo funcionar. Lo que no comparto en cambio es su voluntad de eximir a Europa de toda responsabilidad por este estado de cosas, pues sobran datos y argumentos para hacer de los países desarrollados del Norte, entre los que está desde luego Europa, el principal centro de imputación del aumento de la desigualdad, de la multiplicación de los horrores del hambre y la guerra, de la involución de valores y referencias y en general de la degradación de la situación en el mundo.

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