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Reportaje:III CONGRESO DE LA LENGUA ESPAÑOLA

Fronteras invisibles y visibles

Hace más de treinta años, en 1972, la editorial Siglo XXI publicó -con el apoyo de la Unesco- un libro estratégico de la cultura en español y portugués: América Latina en su literatura. Lo coordinaba un poeta argentino, César Fernández Moreno, y entre sus colaboradores se contaban algunos de los más conocidos intelectuales y escritores americanos. Entre ellos: Jorge Enrique Adoum, Fernando Alegría, Haroldo de Campos, Antonio Cândido, Noé Jitrik, José Lezama Lima, Julio Ortega, José Miguel Oviedo, Mario Benedetti, Adolfo Prieto, Juan José Saer, Severo Sarduy o Ramón Xirau. Incluía artículos sobre las lenguas americanas (autóctonas y europeas de origen), sobre el desarrollo de la cultura literaria y sobre los -entonces- nuevos desafíos.

Desde el punto de vista literario, la península sigue siendo invisible para los intelectuales y escritores latinoamericanos

De hecho, el tono general que transmite el volumen es el de la inminencia de lo nuevo. En 1972 -cuando llegaba a su fin la guerra de Vietnam y Salvador Allende gobernaba Chile- esa perspectiva política de lo nuevo se basaba, como hubiese afirmado más tarde J. F. Lyotard, en la articulación totalizadora del Gran Relato por antonomasia: la Revolución.

Lo que no incluía el volumen era ningún artículo sobre la relación del momento entre América Latina, por un lado, y Portugal y España, por otro. Había una frontera invisible detrás de la cual se encontraba Iberia, un territorio nada interesante, aunque conocido, ya que los latinoamericanos habían leído, en México DF o en las ciudades argentinas, a Juan Goytisolo o a Juan Marsé. A pesar de ellos, la península del salazarismo y del final del franquismo era para los latinoamericanos inexistente; a lo sumo se la consideraba incipiente receptora de alguna literatura latinoamericana innovadora -desde los siempre nombrados Carpentier, Guimarães Rosa, Vargas Llosa o Cortázar hasta un maestro secreto como Juan José Saer, quien en 1974 publicó en Barcelona El limonero real-.

En realidad, cuando las élites latinoamericanas postulaban circuitos de lectura que fuesen modelos poderosos e influyentes ninguno de esos circuitos albergaba nombres, propuestas o estéticas peninsulares.

Una lengua de nadie

Treinta años después, a pesar de las instituciones, los premios, las editoriales, la inclusión en novelas y novelones de editores, agentes literarias, o rememoraciones de una Barcelona de los sesenta "cosmopolita" (y perfectamente inexistente), desde el punto de vista literario, la Península -ahora poderosa en dinero- sigue siendo invisible para los intelectuales y escritores latinoamericanos. De hecho, si dejamos de lado los programas universitarios, aún hoy, salvo excepciones es difícil encontrar huellas escritas de una aprehensión crítica de lo español -en cualquiera de sus lenguas- en las literaturas latinoamericanas.

Y el único testimonio verdadero de una incorporación tangible de otra literatura es la escritura. Además, la aprehensión crítica no tiene por qué ser apacible; para usar palabras del mismo Saer, la auténtica influencia de un escritor en otro es casi una experiencia de incrustación. Difícil encontrar ese tipo de incrustaciones españolas en los latinoamericanos; al menos, desde que Onetti manifestó, hace mucho tiempo, su veneración por Baroja. Un Baroja, es cierto, pasado por Céline y Faulkner.

Hay que advertir que suele oírse el argumento contrario: los españoles conocerían poco, mal y sesgadamente las literaturas americanas en español. Aún más: según la versión corriente, los españoles conocerían de lo americano sólo lo equivocado, lo secundario, lo banal, lo kitsch. En realidad, conocer de manera sesgada es el modo habitual de leer una literatura que no es la propia; el sesgo forma parte de los complejos mecanismos de incorporación de ciertas pautas de una tradición literaria ajena. El problema aquí es el carácter intangible de lo "ajeno"; la lengua castellana no es ajena ni propia: no es de nadie. Pero esa ubicuidad no es tranquilizadora, como parecen suponer las proclamas de los sucesivos ministerios en su afán de lograr un ecumenismo más o menos simpático.

Al contrario: los latinoamericanos son mucho más autónomos que los españoles en la administración de sus lenguas literarias. Hay que usar "lenguas literarias" en plural, puesto que la literatura latinoamericana no es más que un rótulo que llenan episódicamente ciertas obras, momentos continentales o algunos escritores. Otros, en cambio, no se reconocen nunca en ese rótulo, al que sólo conceden una existencia académica o administrativa.

Es verdad que la Península tiene las editoriales, los premios oficiales, el Instituto Cervantes y una red universitaria muy amplia. Tiene, además, fronteras reales: visados, cupos, suspicacias de todo tipo. Pero es fácil adivinar, tras esa opulencia que a tantos irrita, una atención dispersa, poco jerarquizada, errática pero recurrente, ante esas literaturas que desde hace más de treinta años se mantienen, impertérritas, tras la otra frontera, la invisible. A esa abrumadora autonomía, secreta tal vez pero innegable, la definió José Lezama Lima de esta imperial, más que insular, manera: en América, "el idioma conversa". Era hacia 1972. Hoy, salvo en los discursos oficiales o en los agradecimientos del Premio Cervantes, que evocan, desde el Quijote a Azorín o a Juan Ramón Jiménez, sólo la obviedad insoslayable, poco ha cambiado.

Nora Catelli (Rosario, Argentina, 1946) es profesora de Teoría de la Literatura en la Universidad de Barcelona y autora de Testimonios tangibles, Premio Anagrama de Ensayo en 2001.

Una terraza en el barrio de Lavapiés, de Madrid.
Una terraza en el barrio de Lavapiés, de Madrid.

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