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Columna
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Hacinados y ofendidos

Íñigo Henríquez de Luna, ése sí que es un nombre para ser concejal del distrito de Salamanca, a tan distinguido barrio, ciudadela unisecular de la burguesía madrileña, le cuadra mejor que un Pepe Martínez o un Paco Pérez. El barrio nació dedicado a la memoria su fundador, el marqués de Salamanca, multimillonario precursor de la ingeniería financiera, especulador emérito, político venal, maestro de la banca y de la trampa, tahúr y derrochador, uno de esos personajes de la crónica madrileña que hacen Historia y hacen Zarzuela y pasean por el mundo entre la admiración y el odio, adulados y vilipendiados a veces por el mismo y veleidoso público que experimenta hacia ellos sentimientos encontrados, hoy envidia sus éxitos y mañana rechaza sus métodos.

En el barrio de Salamanca se construyeron las primeras casas de la capital que contaban con agua corriente y retrete en cada piso, casas modernas y espaciosas como correspondía a las familias pudientes y casi siempre numerosas de los señores, viviendas a las que no faltaba una zona de servicio, pegada a la cocina y con vistas al patio de luces. El espacio es lo que más le preocupa hoy al concejal don Íñigo Henríquez de Luna que, preguntado por este periódico acerca de los problemas de convivencia que pudieran crear los inmigrantes, concentrados en su mayoría en el servicio doméstico, responde: "Tendría que haber una ley nacional que sancionase el hacinamiento en los pisos, igual que hay límites para el aforo en los bares. No pueden estar ocho personas metidas en un piso".

Los inmigrantes no residen, se meten en los pisos, los "residentes" fetén nunca se hacinan aunque sean más de ocho por piso, porque sus costumbres se lo impiden y, además, muchas veces han ampliado sus residencias al suprimir las zonas de servicio, porque el servicio es ahora externo y no se queda a dormir porque prefiere ir a hacinarse con los suyos para practicar sus extraños ritos, cocinar sus guisos extravagantes y celebrar sus ruidosos festejos. Hasta ahora, el concejal Henríquez de Luna no había tenido grandes problemas en el distrito porque los precios de alquiler del barrio, con hacinamiento o sin hacinamiento, son prohibitivos para unos trabajadores que cobran una media de 500 euros mensuales por largas y agotadoras jornadas de trabajo, haciendo tareas domésticas, guardando niños, o cuidando ancianos. El barrio de Salamanca, titula EL PAÍS, es la milla de oro de las empleadas del hogar, tierra mítica que cuando finaliza el horario laboral abandonan de camino a sus hacinados purgatorios, aunque últimamente y para ahorrarse millas de transporte, los inmigrantes del barrio de Salamanca se mudan a La Guindalera o a la Fuente del Berro, zonas periféricas de la ciudadela donde, en tiempos, ya se construyeron bloques de viviendas obreras, pensadas para un hacinamiento más confortable. Y aquí empezaron los problemas de don Íñigo.

Cuando los inmigrantes necesitan huir de sus apreturas y salir a tomar el aire por las zonas verdes de los distritos en los que trabajan, suelen concentrarse en los parques públicos, pero no pueden remediarlo, incluso en estos espacios tan amplios y con tanto sitio, prefieren estar todos juntos y vuelven a hacinarse. En el parque de la Fuente del Berro que tutela el mismo concejal, llegaron a reunirse hasta 2.000 inmigrantes de los que viven ocho por piso, pero ese problema ya está resuelto, ya no se reúnen porque "los parques tienen ahora un uso compartido", dice Henríquez sin entrar en detalles.

El distrito de Retiro, limítrofe con el de Salamanca, vive parecidos problemas, los inmigrantes de la zona noble de los Jerónimos y de la Academia se han trasladado también a los límites del barrio, pero tienden a hacinarse con sus colegas del barrio de al lado los domingos y fiestas de guardar en el parque. Solían reunirse muchos en La Chopera pero, por aquello del uso compartido, ya les echaron. Si el problema sigue creciendo, tal vez podrían los concejales de los barrios nobles financiar con sus servicios sociales abonos gratuitos dominicales para viajar a la Casa de Campo, o a la Dehesa de la Villa, parques más populares y acostumbrados a tales concentraciones y montar allí un inmigródromo con uso compartido para las romerías de las casas regionales y de los grupos políticos.

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