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Por una Europa política, social y ecológica

El avance de la construcción europea en el último medio siglo ha sido extraordinario. En 47 años Europa se ha convertido en una de las primeras áreas económicamente integradas del mundo, y los parámetros que expresan su capacidad comercial, industrial y de servicios, la potencia de su economía del conocimiento, su arsenal tecnológico e informático, así como sus niveles cuantitativos y cualitativos de consumo, la sitúan en el pelotón de cabeza. Europa merece, sin posible discusión, el apelativo de gigante económico con que se la distingue. Ese logro excepcional ha venido sin embargo acompañado de los estragos y destrozos característicos del modelo que lo ha hecho posible: permanentización del paro, destrucción del medio ambiente, generalización de la exclusión social, oligopolización empresarial, despilfarro de los recursos, precarización del mundo del trabajo, dualización de la sociedad, ruptura de los vínculos societarios, implosión de la solidaridad.

Con todo, la carencia más importante del proceso que convirtió a la Unión Europea y a sus 15 miembros en superpotencia económica ha sido la dimensión política, no sólo porque durante ese largo lapso temporal no se haya logrado crear un verdadero espacio político conjunto, sino porque se ha impuesto la creencia de que sólo la renuncia a una Europa políticamente unida nos permitía promover y consolidar la construcción europea. El debate entre federalistas y funcionalistas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, los primeros con su apuesta por un planteamiento político frontal y los segundos privilegiando los procesos y los proyectos de dominante económica, y la absoluta victoria de los funcionalistas, han sido determinantes para la renuncia a los grandes proyectos y el abandono de los objetivos políticos, siguiendo la doctrina de los pequeños pasos y la de que no hay progreso institucional sin rentabilidad económica.

Las designaciones de Mercado Común o Comunidad Económica Europea con las que se quería avanzar hacia la Europa Unida fueron expresión de la tentativa de anclar el destino de la construcción europea en tierra exclusivamente económica. Los sucesivos descalabros de los proyectos específicamente políticos, tales como la Comunidad Europea de Defensa en la primera mitad de los años cincuenta, los dos planes Fouchet en la segunda mitad de la misma década, el Informe de Tindemans en los setenta y el proyecto de la Comisión institucional del Parlamento Europeo presidida por Altiero Spinelli en los ochenta confortaron la creencia de que la vía política no era practicable. Jacques Delors hizo suya esta opción, y el Acta Única y las diversas iniciativas que la siguieron, bajo la feroz vigilancia de Margaret Thatcher, se situaron todas en la estricta ortodoxia funcionalista.

Pero hoy, con 25/30 Estados miembros, tan diversos en historia y sensibilidad y con intereses no sólo distintos, sino en ocasiones tan antagónicos, con el peso cada vez mayor de las multinacionales en la actividad económica y con la permanente voluntad interventora de los Estados Unidos en la vida político-económica mundial, la opción económica y la vía funcionalista han agotado sus posibilidades y no pueden ya dar más de sí. Es la hora política de la Unión Europea, que coincide con el lanzamiento de una Constitución que será el marco jurídico-institucional de su estructura y funcionamiento internos y el soporte de su acción exterior. Toda Carta Magna es siempre la gran ocasión de que dispone una Comunidad para que sus ciudadanos digan, a través del proyecto de que es portadora, quiénes son, de dónde vienen y adónde quieren ir. Por eso, una Constitución que no es ciudadanamente constituyente está viciada de origen.

La Constitución que nos han producido los gobiernos procede de una manera esquizofrénica. Por una parte nos presenta un catálogo de principios y valores sin jerarquizar -pluralismo, tolerancia, justicia, solidaridad, no discriminación, libertad, igualdad, Estado de derecho, dignidad, derechos humanos- que corresponden plenamente al universo simbólico de la democracia actual y han sido incorporadas en consecuencia al acervo más inmediato del pensamiento único. De ellos deriva un censo de objetivos con el mismo nivel de obviedad y de circulación aplaudida: paz, seguridad, desarrollo sostenible, solidaridad y respeto entre los pueblos, eliminación de la pobreza, comercio libre y equitativo, conformidad con el derecho internacional.

Es difícil apuntar más alto y a ese pintoresco vendedor de Europa que es Rifkin -El sueño europeo: cómo la visión europea del futuro está eclipsando el sueño americano, Paidós, 2004- no le va a resultar fácil mejorar las excelencias programáticas de la Constitución europea. Pero por otra, en la parte tercera, cuando entran en las disposiciones concretas, se olvidan de sus ilusiones y se centran en celebrar la competitividad y en asegurar la estabilidad de los precios, prohibiendo cualquier restricción al movimiento de capitales sin ni siquiera abordar los dumping social y fiscal ni prever ningún tipo de política económica o comercial común. La solidaridad desaparece del horizonte de lo normativo y sigue flotando como un valor que no encuentra ningún acomodo dispositivo, ni en el marco de la Unión ni en el de los Estados miembros.

El texto que se nos somete, elaborado y aprobado, como ya sucedió con la Constitución española, de espaldas a la calle y secuestrándola a la sociedad civil y a la opinión pública, aunque en esta ocasión los privilegiados de Internet hayan podido tener acceso a él, y con una presencia sólo indirecta y representada de los ciudadanos, responde exclusivamente a la lógica de los Estados y a su obsesión cratológica. Lo que explica que la única gran discusión sobre su contenido se haya centrado en el poder que se reconoce a cada uno de ellos y en las modalidades que se atribuyen a ese reconocimiento. Pero esa voluntad de mando y control no se confina en el presente, sino que se extiende además a la política futura de la Unión, que se quiere que siga rigiéndose de acuerdo con las preferencias ideológicas y las decisiones políticas de los gobiernos que han presidido a su redacción y firma.

Sobre todo, que nada pueda cambiar. Lo que tenía que conducir a una Constitución de acuerdos mínimos y además irreversibles. De aquí que todas las cuestiones importantes y conflictivas se hayan sometido al régimen de la unanimidad o de la mayoría cualificada, impidiendo que, en un contexto institucional con tantos miembros como tiene ya la Unión Europea, pueda alcanzarse cualquier amplia coincidencia. Todo lo cual equivale, por tanto, a echarle siete cerrojos no ya a una eventual reforma de la Constitución, sino a cualquier proceso decisorio en los temas más debatidos. Con un fino sentido del humor, algún tratadista ha llamado a este planteamiento y a sus prácticas, federalismo intergubernamental.

Por ello lo grave no es remachar ahora el modelo económico del monetarismo liberal conservador y confirmar la autonomía y los poderes, prácticamente absolutos, del Banco Central Europeo, sino que cuando cambien el primado ideológico y la dominante política de los gobiernos que los han impuesto, bastará que algunos Estados sigan defendiendo ese modelo, que tan poco tiene que ver con el modelo europeo de sociedad, para que sea prácticamente inmodificable. Del mismo modo, lo grave no es que los grandes objetivos de la Europa social -el derecho al trabajo, el pleno empleo, la eliminación de la precariedad, la renta mínima garantizada- no figuren hoy en el Tratado, sino que será suficiente que, en el futuro, un solo Estado se oponga, para que tengamos que seguir renunciando a ellos.

Lo grave no es que la disparidad fiscal entre Estados que consagra esta Constitución instale en el cogollo mismo de la construcción europea la injusticia como base de la realidad socioeconómica, sino que esa injusticia la hagan algunos Estados muy difícilmente eliminable. Lo grave no es que Europa renuncie a ser la conciencia ecológica del mundo y el verdadero impulsor del desarrollo sostenible, sin el cual la aceleración de la degradación de nuestro planeta es inevitable, sino que esa renuncia resulte definitiva. Lo más grave de todo no es ya que Europa no pueda tener, en estos tiempos de guerras, una política exterior de paz, autónoma e independiente de los Estados Unidos que en el segundo mandato Bush aumentará previsiblemente sus obsesiones bélicas y el número de víctimas civiles -según la revista británica Lancet, más de 100.000 en Irak sólo en el año 2003-, sino que será prácticamente imposible -gracias a la unanimidad y a la OTAN- poner fin a ese seguidismo guerrero.

No se me escapa que no era fácil, en las circunstancias actuales, hacer coincidir en los objetivos citados a la totalidad o incluso a la mayoría de los Estados europeos. Precisamente por eso es necesario exhortar a quienes comparten esas metas -Estados, Gobiernos y organizaciones políticas y sindicales y, sobre todo, ciudadanos y actores colectivos de la sociedad civil- para que, sin esperar al resultado del proceso ratificador del Tratado constitucional en Europa, se movilicen con el fin de promover una opinión pública que, más pronto que tarde, las reivindique e imponga. En un paisaje de violencia unánime y celebrada, de permanentes enfrentamientos bélicos, de saqueo del planeta y de enriquecimiento y hedonismo sin límites, la razón de ser de la Unión Europea no puede ser aumentar el comercio mundial y asegurar una competitividad sin barreras, sino intentar reconciliarnos con el medio natural, promover el bienestar de los países, consolidar la solidaridad con las personas y contribuir a la paz del mundo. Para esos cometidos la Europa política, social y ecológica es absolutamente imperativa.

José Vidal-Beneyto es catedrático de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global.

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