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Columna
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Goya

Algunas cosas tienen un pegamento especial para que la vida se quede atrapada en ellas. Permanecen en silencio, discretas en el desorden de las estanterías. Están ahí desde hace años, acumuladas sin un motivo preciso, como si se hubieran dormido al margen de la corriente de apariciones y desapariciones que marca el ritmo de la existencia. Guardan las huellas de los dedos del tiempo, y un día se ponen a hablar en nombre del pasado. Son portavoces de una época, de una forma de vestir, de frecuentar determinados restaurantes, de trabajar, de citarse con los amigos o de preparar los viajes. Ayer me encontré, camuflado entre un diccionario de latín y un manual de literatura, un paquete de tabaco Goya. Mi padre fumaba Goya hace muchos años, cuando el aroma del tabaco no era la consecuencia desagradable de un vicio, sino la atmósfera que solía envolver a las personas respetables y a los niños que hacían sus deberes en la mesa del comedor. No tengo conciencia de haber querido guardar ese paquete, no significó un hito, un fetiche, el emblema de una decisión. Pero ahora sale del fondo de la vida, rompe el silencio y habla por los codos, por esos codos fotográficos y amarillos que tienen las cosas al mezclarse con la memoria. El paquete de Goya habla de mi padre, de mis mandados en los estancos de Granada, y luego toma carrerilla y se lanza a exponer una teoría sobre la sociedad española de mi adolescencia. A la gente le dio por recortar el retrato ovalado del pintor para forrar botellas y jarrones. Entonces se forraba la humildad de la vida cotidiana igual que se forran los libros de los niños.

Los esmerados jarrones se adornaban con el rostro genial y rotundo de Goya, a mitad de camino entre la españolada y una honesta precariedad. La memoria los confunde ahora con aquellos coches vestidos de domingo gracias a los cojines bordados y a unos perritos que meneaban jovialmente las cabeza. Las familias estrenaban zapatos en el Corpus, vestían ropas nuevas para ir a la consulta del médico y guardaban la delicadeza barata de sus tazas de café en unos aparadores expuestos a los ojos de las visitas. Las tazas de café, las porcelanas, los caprichos de cristal, eran el lujo de un país sin lujos, la cortesía de los pobres. También los trabajos manuales, los hombres manitas y las mujeres hacendosas pertenecían a una realidad que necesitaba sacarse partido sin muchas posibilidades de éxito. Más que el valor, contaba el gesto de una vida pobre, pero decente, lavada y peinada, respetuosa al saludar, y con una sonrisa en los labios al ceder el asiento en el autobús. Los jarrones goyescos reflejaban algo más que el malísimo gusto de los horteras. Eran la unión momentánea de la filigrana y la laboriosidad familiar de unas gentes no invitadas todavía al consumo. Sus aspiraciones de mejora social abandonaron entonces el ámbito privado de las tazas de café y salieron a la calle en forma de perritos y cojines. Faltaba poco para que también salieran de las casas los miedos, las libertades sin ira, las cartillas de ahorro, los olvidos. Estábamos dispuestos a forrar la ilusión de la democracia. Mucha gente la colocó como un jarrón o como un aparador en medio de una plaza. Pero no creo que el mal gusto fuese lo peor de la transición.

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