Entre la 'laicidad' y el 'laicismo'
Entre nosotros no solemos utilizar la palabra laicidad. Ni siquiera figura en el DRAE (1992) que tengo a mano. En cambio nuestro discurso religioso está plagado de acusaciones al laicismo y los laicistas. Sirva de ejemplo el primer documento colectivo del Episcopado español, del 1 de enero de 1870, víspera del Vaticano I. Reunidos los 41 prelados españoles en Roma, en la residencia que mantenía allí el Primado de Toledo, tuvieron noticia del "proyecto de matrimonio civil" que el Gobierno español pensaba enviar enseguida a las Cortes. Según esta declaración, para la Iglesia católica "el matrimonio civil jamás será entre católicos otra cosa que un inmoral concubinato o un escandaloso incesto". La práctica pastoral de más de un siglo no ha confirmado esta aciaga predicción.
Franceses e italianos han tenido muchas más ocasiones de utilizar laïcité y laicità, para distinguirla claramente del laicismo, que es la perversión agresiva de la laicidad. Los diccionarios reflejan los usos y experiencias de cada pueblo. Nosotros apenas hemos descubierto la laicidad; siempre hemos montado guardia contra el laicismo. En torno a esta concepción del Estado neutral giraban los improperios de los católicos cuando el Gobierno intentaba tocar alguna cuestión fronteriza, como la libertad de cultos, la enseñanza o la sagrada institución del matrimonio.
La laicidad define el carácter y comportamiento del Estado con las confesiones religiosas. Se apoya en dos grandes principios: tiene que observar la más estricta neutralidad activa en relación con las confesiones religiosas y a su vez éstas no pueden ejercer su autoridad sagrada sobre el poder político. Para que esto sea factible, el Estado tendrá que crear un marco jurídico donde se haga posible la máxima libertad de conciencia. Para ello tendrá necesidad de una ética laica o neutral, que responda al consenso de una sociedad abierta y plural. Una vez que en Europa las luchas religiosas hicieron políticamente imposible la unanimidad ética, hubo que volver la mirada a la naturaleza humana comprendida e interpretada por la razón universal. Únicamente ésta podría ser la base común del consenso.
El laicismo debe ser denunciado como una perversión de las libertades democráticas. La libertad religiosa pertenece a los derechos más fundamentales de la persona humana y de la sociedad, sin otro límite que el necesario "para el mantenimiento del orden público protegido por la ley" (CE, 16). Laicidad y laicismo son, pues, términos distintos y distantes. Nuestra historia y las ideologías nos han obligado con frecuencia a elegir uno de los dos para empuñarlo como bandera contra el adversario político o religioso. Religión y laicismo atraparon a la convivencia española en un dilema infernal, sin tener en cuenta que el carácter laico del Estado, es decir, la laicidad llevada a la práctica de la vida pública, había sido propuesto por el Vaticano II.
Donoso Cortés comienza su Ensayo (1851), señero del pensamiento integrista, con la reflexión sorprendente de Proudhon: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Como observa Pedro Cerezo, "no puede haber otro poder por encima del que se pretende soberano. De ahí que el poder eclesiástico y el poder político secular tiendan, por su propia lógica interna, o bien a reabsorberse recíprocamente o, sencilla y llanamente, a eliminarse".
Hemos pagado caro el desconocimiento de nuestra propia historia. Carece de sentido sostener los mismos diagnósticos para aplicarle los mismos remedios del pasado. Por el hecho de no coincidir en la moral religiosa nos hemos quedado abandonados a la deriva relativista. Naturaleza y razón son de hecho instancias universales. Están en la entraña humana, en su fondo común emancipadas de las diferencias y cambios culturales. Entre los principios éticos, de por sí inmutables, y la acción política, en el marco de un orden democrático, hay que buscar el bien común y promoverlo mediante los medios del consenso y de la convergencia política. No es bueno empeñarse en mantener los remedios antiguos a problemas que plantean los cambios sociales y la ciencia moderna.
El régimen de separación entre la Iglesia y el Estado quedó zanjado en la Constitución de 1978. El Episcopado español tomó precisamente la iniciativa cuando advirtió sobre los inconvenientes del Estado confesional en la Declaración Colectiva de enero de 1973, casi tres años antes de la muerte del general Franco. Y el Cardenal Tarancón en la homilía ante el Rey, en la iglesia de los Jerónimos (27-11-1975), reafirmó la libertad y responsabilidad exclusiva del Estado. Como creyente y sacerdote, me preocupo especialmente de la Iglesia. El amor se demuestra mejor con el análisis autocrítico, como nos enseña Juan Pablo II en la Tertio Millenio Adveniente.
Sinceramente, me parece injusto o desproporcionado lo que he leído u oído estas últimas semanas en los púlpitos mediáticos, ante las leyes anunciadas por el Gobierno. No es cierto ni justo hablar de "Cristofobia", ni de "Nacional laicismo", ni incoar procesos de intenciones, ni dar por supuesto que se pretende destruir a la Iglesia. Estamos bien defendidos por los artículos 16 y 27 de la Constitución. Que yo sepa, no se ha pensado cambiar los acuerdos con la Santa Sede de 1979. Una vez más nos damos de bruces en el campo de la ética sexual y en la enseñanza. Las formas dialogantes son mucho más eficaces. Los medios de comunicación, con su forzada simplificación, alarman más de la cuenta al pueblo sencillo. Creo que no exagero si afirmo que hemos vuelto al desconcierto generalizado y a la esterilizante división de los fieles.
Por otra parte, corremos el riesgo de identificar al anticlericalismo con el laicismo. Nos sentimos como trasladados a las primeras décadas del siglo pasado. Sería bueno releer los documentos que reproduce el profesor Manuel Revuelta en su estudio El anticlericalismo español en sus documentos. No es lo mismo quejarse del peso social de la Iglesia en la vida pública y protestar contra el intervencionismo de sus representantes que pretender borrar la experiencia religiosa de nuestras vidas.
El teólogo A. Torres Queiruga advierte que el problema del matrimonio hetero u homosexual y de las parejas de hecho, el control de la natalidad, el divorcio o incluso el aborto y la clonación van más allá de las cuestiones particulares. La respuesta no puede ser simplista, pues ni las cosas son simples ni la razón está casi nunca sólo de un lado. Se trata de reconocer la laicidad de la ética. Y esto lo aplica a los grandes debates pendientes que mantiene la Iglesia en cuestiones que más o menos rozan el ámbito de lo sexual.
Aquí se presenta la gran tarea humana de reconstruir una ética laica, válida para creyentes y no creyentes. Tenemos que reconocer la autonomía del sujeto ético y, en consecuencia, su carácter originario como miembro de la humanidad. No podemos exigirle obediencia al Dios de los cristianos. No podemos seguir dando la impresión de que nos interesa más defender los principios que las personas, los derechos de la Iglesia más que el bien de la sociedad. Percepción sin duda injusta, pero de una terrible y devastadora eficacia.
La experiencia fue descubriendo la conducta que la Iglesia llegó a erigir como norma en el campo de la tolerancia, de la libertad religiosa, de la injusticia social... ¿Cabe esperar que en el ámbito de lo sexual seamos capaces de dialogar con los que invocan otros principios como sujetos éticos originarios? La nueva laicidad es la convicción de que no existe cultura alguna que no pueda contribuir a la elaboración de este nuevo códice ético ideal.
Hemos conseguido diseñar unos rasgos constitucionales de la laicidad. Habrá que reprimir a todos los impacientes. Si reconocemos la legitimidad del sujeto ético y sabemos escucharnos, veinticinco años no son mucho para cambiar los criterios éticos, sociales y políticos que han dominado en España durante dos siglos.
José M. Martín Patino es presidente de la Fundación Encuentro.
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