Con la lengua fuera
Mala señal que el tema de la lengua siga siendo noticia. En los últimos meses hemos oído a valencianos de sectores progresistas arremetiendo contra individuos tan respetuosos con la gente y la legalidad como Manuel Marín, presidente del Congreso, o el ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos. Les echaban en cara que se hubieran preocupado de actuar -para permitir en el Congreso el uso de las lenguas propias de algunas Comunidades autónomas o para reclamar a la Unión Europea su consideración como oficiales, respectivamente- después de haberse leído con cuidado los Estatutos de Autonomía. Algunas de esas voces airadas pertenecen a miembros del partido socialista que, no está de más recordar, participó en la redacción y votó a favor nuestra Ley autonómica más importante. Cada vez que una persona ajena a la Comunidad Valenciana -nombre que arrastra las penalidades de no estar vinculado a ningún ámbito geográfico- se atreve a, por no ofender, mencionar la lengua autóctona como valenciano, de acuerdo con el Estatuto, recibe un rapapolvo fenomenal de un sector y, si lo llama catalán (sirva de ejemplo Rosa Regás, directora de la Biblioteca Nacional), del otro. Nadie se libra de meter la pata en este enredo, síntoma inequívoco de que algo hicimos mal. El problema no es de Manuel Marín, ni de Moratinos, ni siquiera de Rosa Regás, que estarán perplejos sopesando la posibilidad de haberse tropezado con un colectivo esquizofrénico al que se le da muy bien responsabilizar al de fuera de sus propios errores. Pues sólo nosotros decidimos darle a la lengua autóctona el nombre de valenciano. Han pasado 25 años de democracia y, respecto a este asunto, seguimos casi como al principio, al acecho para convertirlo en objeto de bronca. En el 2001 se creó la Academia Valenciana de la Lengua. Sus académicos cobran unos sueldos que son la envidia de los miembros de otras Academias similares (gallega, vasca y catalana). Me pregunto qué han hecho durante los tres años transcurridos. Todavía no se ha publicado una gramática oficial, ni un diccionario. No defienden posición alguna cuando surge un conflicto que atañe de lleno al ámbito de sus competencias. Trabajan a la chita callando, seguramente. Hay concursos literarios en nuestra lengua, promovidos por instituciones públicas dependientes de la Generalitat, que premian, y publican luego, textos sujetos a reglas de sintaxis y ortografía que alguien señala como no normalizado, aunque ésta sea aún una cuestión que, en nuestra singular y querida sociedad, dependa del punto de vista de cada cual. La Academia, si se sonroja, lo disimula. Se limita a ver, oír, callar y otorgar con un silencio cómplice de lo más sospechoso. Tal vez crea haber dado con una nueva fórmula para hacerse respetar.
Pasqual Maragall ha aceptado y hecho suya la traducción valenciana del proyecto de Constitución europea, dando muestra de mayor sabiduría política que nuestro Consell, que ha reaccionado como al que pillan en sus propias contradicciones, advirtiendo, según unas confusas declaraciones de González Pons, con la posibilidad, ¡nada menos!, de que los valencianos digamos no en el próximo referéndum. A pesar de las torpezas históricas que hayamos cometido, merecemos una opinión más favorable hacia nuestra inteligencia por parte de un conseller. Las releí y me parecieron ilegibles y kafkianas, pero sin el genio de Kafka, claro. Al igual que las explicaciones dadas para no participar en la eurorregión, tan faltas de contenido que resultaban irritables. Más listo ha sido el presidente balear, tan del PP como el señor Camps, que ha preferido integrarse para, al menos, saber de primera mano lo que allí se cueza. Solemos llegar tarde y con la lengua fuera.
Por otra parte, la pretensión de que las lenguas de algunas Comunidades Autónomas sean oficiales en la Unión Europea es tan poco práctica como disparatada. El presidente del Parlamento europeo, nuestro compatriota José Borrell, acuciado por presiones nacionalistas, se vio obligado a dictar una norma que sería salomónica si sirviera para algo. Se ha quedado en absurda o, lo que es peor, en cómica. Permite que se hable en gallego, vasco, catalán-valenciano, y también, supongo, en bretón, siciliano o calabrés, pero sin que sus señorías tengan derecho a traductor y sin que sus enjundiosas intervenciones queden recogidas en las actas. No niego que sea ingenioso. Puedo imaginarme lo satisfecho que se quedará un representante nacionalista después de lanzar su discurso en su lengua a unos cientos de diputados que ni le entienden ni tienen posibilidad de enterarse de lo que habla. No me gustaría que defendiera un asunto que fuera de mi interés. Sin embargo, la medida parece haber acallado, de momento, algunas de las ansias más frenéticas. Estos asuntos suelen deparar soluciones misteriosas.
Uno de los elementos que hace fuerte a los Estados Unidos de América es poseer una lengua común. Facilita el entendimiento y simplifica la burocracia, lo que no es poco. En la Unión Europea, formada por 25 países y con veinte lenguas oficiales, la comunicación resulta ya lo bastante compleja. Añadir a esa Babel las lenguas regionales es de locos. No se trata de ofender a nadie, sino de dejarnos llevar por la sensatez y el pragmatismo. Si fuéramos capaces de reconocer una lengua oficial para todo el territorio europeo, y respetáramos que cada uno en su región cultivara la suya, habríamos dado un paso de gigante, tan importante como conseguir una política exterior y de defensa común.
María García-Lliberós es escritora.
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