Una reina fausta e infausta
En la celebración del quinto centenario de la muerte de Isabel la Católica parece que habrá más loas que críticas a su figura. Unas y otras son merecidas, pero afanes hagiográficos, una historia tradicional de ensalzamiento, un nacionalismo español, ora triunfalista, ora defensivo, han inclinado siempre la balanza del lado de los elogios. En la España de principios del siglo XXI, tan distinta de la que nos precedió, conviene, sin embargo, huir de leyendas tanto negras como blancas. Hoy en día, cuando uno de nuestros problemas es la convivencia en nuestro país de diferentes nacionalismos, no exacerbar el principal de ellos, a saber, el nacionalismo español, con sus alabanzas a las luces de un pasado que tuvo muchas sombras, es tarea aconsejable.
El palmarés de los Reyes Católicos es bien conocido: unión de las dos coronas de Castilla y Aragón; final de la Reconquista y unidad política y geográfica de España; descubrimiento de América y asentamiento de las bases del imperio español; sometimiento de los nobles al poder real e implantación de la paz interna en todo el territorio. Hasta 128 disposiciones principales se han contado durante el reinado, desplegando un conjunto de medidas que perseguían unos fines de unidad, primacía del poder real, orden y paz en todo el territorio, expansión ultramarina, fomento del comercio, bienestar de los súbditos.
Con ello y con todo, convendría no perder el espíritu crítico a la hora de enjuiciar a aquel reinado. Hay para ello una razón de peso. La España imperial del siglo XVI, iniciada con los Reyes Católicos, resultó ser un gigante con pies de barro, que nunca logró un desahogo material y vino en decaer con rapidez. Su pujanza, en términos históricos, fue bien fugaz, casi meteórica, a juicio de Vicens Vives.
Y es que los muchos aspectos positivos del gobierno de Isabel y Fernando tuvieron casi todos ellos una contrapartida negativa. Aunque los primeros se dejaron sentir enseguida y los segundos tardaron más tiempo en actuar sobre la sociedad española, el juicio de unos gobernantes ha de hacerse teniendo en cuenta no sólo sus acciones y omisiones, sino también las consecuencias de lo que hicieron y dejaron de hacer.
El logro tan ensalzado de la unidad tuvo un coste histórico grande, al impedir que arraigaran en el país ideas de cambio y tolerancia, que por fuerza tenían que ser plurales. Como también lo tuvo la pacificación del reino, pues ello se hizo afianzando el régimen señorial, un sistema cuasi feudal que presentaba la paradoja de ser a la vez económicamente poco productivo y políticamente expansivo. El propio descubrimiento hizo que perviviera aquel régimen, con repercusiones negativas para el desarrollo de España y de la América española. La fuerza misma de Castilla se hizo en detrimento de otras partes del país, con un desequilibrio que multiplicó los efectos de la decadencia castellana del siglo XVII.
La expulsión de los judíos fue no sólo un terrible desafuero -hoy se consideraría un crimen étnico-, sino un craso error económico. Los que se fueron se llevaron con ellos una capacidad financiera, empresarial, comercial, que tanto brilló por su ausencia en nuestro país durante siglos. Los que quedaron vivieron siempre bajo sospecha. Malquistos, su presencia fomentó por contraposición la mentalidad tan arraigada de "cristiano viejo", algo que, además de suscitar una animadversión bien poco cristiana hacia los conversos, era incompatible con el progreso.
El que hubiera tantos costes se debió, claro está, a múltiples razones, pero el exceso de unidad fue sin duda una de ellas, quizá la principal. Toda sociedad ha de buscar un ten con ten entre la unidad que aglutina a los habitantes de un país y la pluralidad que permite no aferrarse al pasado, ni siquiera al presente, y posibilita el cambio, sin el cual no hay avance posible.
Con todo su reformismo, los Reyes Católicos fueron unos monarcas conservadores que dejaron a España poco capacitada para acoger y aplicar ideas nuevas. La unidad que persiguieron era geográfica, política, religiosa, intelectual, monetaria; es decir, querían un reino sin fisuras, por creer que la uniformidad confería fuerza y la heterogeneidad aportaba debilidad y dispersaba esfuerzos. Su escudo -el yugo y las flechas- quería indicar el poder que se derivaba de marchar todos unidos y de encauzar en un haz todas las energías.
Los Reyes Católicos quisieron acabar, como dice Pierre Vilar, con toda mezcla, en particular la de religiones, costumbres y razas. A corto plazo ya se dijo que ello pareció arrojar logros notables. Pero esos mismos logros impidieron corregir sus efectos adversos. Gracias a Isabel y Fernando, los españoles estuvieron unidos en los esplendores imperiales del siglo XVI, pero también lo estuvieron en la larga decadencia, sin tener la diversidad suficiente para subsanar los arcaísmos de un sistema históricamente desfasado. España fue a menos en el siglo XVII y no se recuperó lo bastante en el siglo XVIII. En el XIX la unidad se rompió, pero el legado de los Reyes Católicos conservaba parte de su fuerza y los principios plurales de la revolución burguesa y los nuevos quehaceres económicos de la revolución industrial encontraron tenaz oposición.
Más de siglo y medio de enfrentamientos entre 1812 y 1978, por fijar dos fechas constitucionales, costó implantar esos principios y quehaceres. Si hace quinientos años no hubiera tenido unos gobernantes tan preocupados por la unidad de sus habitantes, España muy probablemente no habría tardado tanto en establecer una sociedad de convivencia, tolerancia y progreso. Si la mucha capacidad de los Reyes Católicos hubiera encarrilado al país por otras vías, como ya estaba ocurriendo en parte en otros lugares de Europa, habría habido menos sangre, sudor y lágrimas en la historia de España. Aunque algunos todavía lo sigan ensalzando, su legado, en perspectiva histórica, fue un lastre que todavía se deja sentir en ocasiones.
¿Qué otra cosa fueron las guerras civiles y las dictaduras de los siglos XIX y XX sino intentos, logrados o fracasados, de imponer por la fuerza al país un rígido corsé unitario, a imagen y semejanza del que implantaron los Reyes Católicos? ¿No tendrá todavía la derecha española, a pesar de lo mucho que se ha modernizado, ideales excesivos de una España unida que no se compadecen con la realidad política, social, religiosa?
¿No podrían, en suma, las conmemoraciones de la España del quinientos ayudarnos a recordar, sí, glorias pasadas, pero también a entender mejor una historia que sólo hace poco empezó a librarse del peso del pasado?
Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica de la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.
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